Colombia es un país donde el desespero, la angustia y las muertes por desnutrición se normalizan y el Gobierno no hace nada al respecto.

Le tengo miedo a escribir. Es una de mis pasiones más grandes, pero a la vez es la actividad que más me genera estrés, preocupación y angustia. Cuando se escribe para uno no se piensa en reglas ni en estructuras, pero escribir para los demás es tener la responsabilidad de retratar y transportar con letras.

Está en las manos del que escribe mandar al lector al lugar donde uno estuvo. Se dice que uno escribe de lo que conoce. ¡Qué miedo escribir cuando en mis manos está la responsabilidad de retratar la situación en la que viven millones de colombianos desde hace mucho tiempo! ¿Cómo hace uno como escritor para llevar al lector a un lugar en el que afortunadamente no he estado y definitivamente no conozco? Yo nunca he sentido hambre.

Mi papá sabe qué es el hambre sin haberla sentido. Las visitas de mi papá a la capital siempre empiezan con un desayuno en Masa, uno de sus restaurantes favoritos para pedir la primera comida del día. Siempre pide lo mismo, huevos benedictinos con una canasta de panes y jugo de naranja. Esta vez fue mucho pan el que comió y de los tres huevos que venían en el plato quedó sobrando uno; ninguno de los dos podía comer más. Mientras yo terminaba de desayunar y de contarle del estrés que me estaba generando un trabajo de la universidad, su atención y sus ojos estaban completamente dirigidos a ese huevo que había quedado en el plato.

Desde que somos pequeños hay menú en mi casa, siempre se compra lo necesario para que la comida no se pudra ni se desperdicie. Mi papá se rehúsa a botar la más mínima cantidad de comida. Mi papá seguía mirando el huevo que había quedado.

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“En Colombia era muy fácil tener empleada”, me dice mi papá cuando por fin levanta su cabeza y deja de mirar el huevo que había sobrado, cambiándome el tema abruptamente.

“En Colombia la gente se estaba muriendo de hambre, las personas trabajaban por comida, iban a ofrecer trabajo a cambio de un almuerzo. En mi casa había tres empleadas que trabajaban a cambio de un lugar en donde dormir y por algo que comer” dice William, mientras se rehúsa a dejar el huevo que había sobrado.

Mientras 7,4 millones de personas estaban sufriendo por hambre en Colombia, yo no tenía ningún problema en que se llevaran el huevo y se botara junto con el pan que había sobrado. Yo no sé qué es el hambre.

Uno escribe de lo que conoce. Hace 9 años llegó Lina a mi casa. Desde que tengo 10 años soy más alta que ella, Lina nunca creció. Su piel manchada por el sol y sus manos resecas por el jabón de cocina acompañaron por muchas mañanas y noches la casa Salazar Román. No se necesita una fortuna para tener una señora del servicio en una casa colombiana, pero sí se debe contar con mucha suerte para encontrar a una persona como Lina María Mercado.

Es difícil entender la escritura de Lina. Con varios errores ortográficos, Lina me pasa la lista del mercado encargada por mis papás en la que noté que había escrito una cantidad exorbitante de arroz y yuca. Lina dejó el colegio a los 13 años. Tras la muerte de su padre y cuatro hermanos más, la mamá de Lina no sabía cómo iba a hacer para poner un plato de comida en la mesa de sus hijos: yuca, arroz y suero costeño; esa era la dieta básica en la casa de los Mercado Herazo. Lina nunca creció.

A sus 14 años, Lina, obligada por el hambre y las necesidades de su casa, emprendió una caminata por la trocha de La Ventura, en Magangué, Bolívar, la vereda en la que se crio y donde no había mucho más que un camino no pavimentado lleno de polvo, un sol desértico y casas construidas a punta de bahareque, palma y un “amasado” de tierra y otros materiales que cumplían el papel del suelo de las casas.

En una casa de la vereda vecina, Juan Arias, Magangué, Bolívar, Lina empezó su vida laboral con un sueldo de 30.000 pesos quincenales y dos platos de comida diarios, trabajando de 5 de la mañana hasta la hora en la que su patrona decidiera cenar. El envío del dinero hasta la casa de su madre con el mototaxista costaba 2.000 pesos. No hay que ser un experto financiero para saber si 28.000 pesos sean suficientes para sobrevivir 15 días. Era 1995 y uno de cada cinco niños en la zona rural del país padecía de desnutrición crónica.

Mientras muchas niñas preparaban su vestido y su fiesta de 15, Lina ya estaba esperando a su primera hija, Yirleidis. No había trabajo en el pueblo, su esposo se rebuscaba trabajos de jornalero por todas las veredas de Magangué y no estaba contando con mucha suerte. Yuca, arroz y suero costeño; esa era la dieta básica de la familia Sierra Mercado. Yirleidis nunca creció.

“Te sientes… acabada”, dijo Lina, sin saber poner en palabras qué es sentir hambre: “No sabes qué hacer. Que tus hijos te estén llorando, tengan hambre y tú no tengas con qué saciarlos…”, lamenta.

Lina me decía “imagínate” y yo no sabía cómo hacerlo; uno cómo se imagina el desespero de una mamá sin tener con qué ir a comprar unos huevos para darles de comer a sus tres hijos. Uno cómo se imagina el hambre. Cuando le pregunté a Lina qué es sentir hambre, se demoró mucho tiempo en responder. Con solo dos palabras describió eso que yo simplemente no podía imaginar: desespero y angustia. Sentir hambre es desespero y angustia.

Tiempos difíciles y un marido violento

Los golpes de hambre no eran los únicos que estaban recibiendo Lina y sus hijos: “Fueron 13 o 14 años de infierno… Un día cerré los ojos y decidí irme…”, cuenta Lina mientras recuerda la época en la que salió de la casa de su violento esposo hacia la de su madre, con sus tres hijos.

En el 2012, a Yirleidis, Yilfran y Yairith, les tocó compartir a su mamá con los hijos de una total desconocida. Lina tomó la decisión de ir a trabajar a una casa de familia en Medellín como señora del servicio para generar mejores ingresos y mandarlos a la casa de su madre en Magangué. “Yo estaba criando a los hijos de otra señora mientras los míos estaban con mi mamá”, recuerda Lina.

Con prestaciones y sin horarios que iban de 5 de la mañana a 10 de la noche, como en su trabajo anterior, Lina consiguió un trabajo en un restaurante. Era un negocio pequeño, cuyo nombre no se revela por solicitud de la fuente,  de unos emprendedores jóvenes que prometían pan fresco, horneado diariamente, a sus clientes.

Lina trabajaba con otras tres madres cabeza de familia. Al llegar la hora de cerrar, el pan que no se vendía iba directo a la basura. Las trabajadoras tenían prohibido llevarse lo que sobrara y la promesa de pan fresco se tenía que cumplir.

“No era mucho lo que se botaba, pero era comida en perfecto estado y todos los días iba sumando”, dice Karla Estrella, consultora en la División de la Competitividad , Tecnología en Innovación (CTI) del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). De cada 3 toneladas de alimentos que se producen en el país, una termina en la basura.

Saber qué es el hambre y ser la misma que bota la comida. ¿Qué clase de mundo paralelo es ese, una persona luchando por llevar comida a su mesa y estar obligada a botarla? ¿Qué tipo de escena retrospectiva se estaría reproduciendo en la cabeza de una persona que sabe qué es tener hambre?

“Me da mucho sentimiento”, expresa Lina al ver que pasa eso y saber que hay muchas personas que no tienen nada para comer. 14 % de la población colombiana está desnutrida. Son 7 millones de personas las que conocen el hambre de cerca. 7 millones –que, como lo describe Lina–  viven en el desespero y la angustia.

Colombia se muere de hambre y sigue botando comida. El hambre en Colombia es una situación más allá de lo creíble, es una situación lógicamente contradictoria.

En 2019, el presidente Iván Duque sancionó la ley 1990 de 2019 con el objeto de crear la política contra la pérdida y el desperdicio de alimentos. Llega el 2 de febrero de 2020, día en el que de acuerdo con el parágrafo del artículo 5º el Gobierno debía promulgar el diseño, formulación e implementación de tal política y esta no se dio a conocer.

El Banco de Alimentos concluyó que el 40 % de los alimentos que se botan se centran en la poscosecha y el manejo de los alimentos; el 21 % en supermercados, hoteles, restaurantes y plazas de mercado y el 16 % en los hogares de los colombianos.

Los productos en Colombia solo tienen una fecha de vencimiento; muchas veces la comida sigue siendo apta para el consumo humano pero como expira no logra ser comercializado y va directo a la basura sin poder alimentar a personas que se mueren de hambre. En Colombia no se han podido diseñar planes de abastecimiento efectivos y ni siquiera los mismos ciudadanos tienen una conciencia frente al desperdicio y el hambre de la gente de su país.

Colombia, el país en el que el infortunio, desgracias, muertes y guerras se convierten en paisaje. El país donde las leyes se quedan en el papel y los gobernantes ven a sus ciudadanos morir de hambre y no hacen nada al respecto.

Un año después, el emprendimiento que prometía pan fresco se quebró.

Me acuerdo con detalle cuando mi mamá, mis dos hermanos y yo fuimos a recoger a Lina a la estación del metro de Envigado, un municipio al sur del departamento de Antioquia a pocos minutos de Medellín.

Estábamos todos muy ansiosos por recibirla y llevarla a nuestra casa a que empezara su nuevo trabajo. Está grabado en mi memoria cuando Lina estaba bajando las escaleras de la estación y se estaba dirigiendo al carro con dos botellas de Coca-Cola de 500ml llenas de suero costeño de su pueblo, que había traído de regalo después de haber ido a visitar a sus hijos.

Después de nueve años en mi casa, Lina ya no tenía tres hijos, tenía seis, contando a mis hermanos y a mí. Viví nueve años de mi vida con una persona que sintió hambre y yo sigo sin poder describir qué es sentirla.

Lina logró graduar a sus tres hijos del colegio y, aunque los recuerdos de pasar hambre quedaron grabados en la memoria de la familia Sierra Mercado, no lo han vuelto ni lo van a volver a sentir.

En Colombia se pierden y desperdician 9,7 millones de toneladas de alimentos al año, lo cual sería suficiente para alimentar a 7.743.955 personas en el mismo periodo. Lo suficiente para alimentar a los 7 millones de colombianos desnutridos.

Mientras mi miedo es no saber qué escribir ni cómo hacerlo, el de 7 millones de colombianos es no saber si al día siguiente van a tener qué comer.

Por: Gabriela Salazar Román

*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.