El abandono de mascotas en la capital ha incrementado desde que se inició la cuarentena; sin embargo, en el norte de Bogotá existe una red de animalistas que no para ante la pandemia. Jorge Iregui, miembro activo, reparte sus días entre su trabajo, sus 6 mascotas y su labor con los cachorros en estado de abandono.

Por la zona limítrofe, al norte de Bogotá, se encuentra un hermoso parque en medio de un cuadrante residencial. Allí se congregan decenas de personas con sus mascotas 3 veces al día. La primera, bien temprano, acoge a los visitantes con una neblina espesa, donde a duras penas se logran distinguir las siluetas. A lo lejos, se dibuja la sombra de una persona corpulenta acompañada por tres guardianes. Parece ser alguien importante, pues las otras sombras pasan alzando su mano o moviendo su cabeza cuando se cruzan en su camino.

La segunda parte del día acoge a manadas enteras de caninos que parecen disfrutar más que nadie la puesta de sol que se avecina. Allí, las sombras que se veían horas antes, comienzan a tener un rostro e incluso una voz. La tercera, a la luz de la luna, acoge a quienes andan con sus colosales chaquetas para combatir el frío capitalino, mientras sus mascotas tienen la última salida del día. Las luces del parque titilan al estilo de una película clásica de terror. Los visitantes comienzan a irse poco a poco y, mientras eso sucede, aquella extraña sombra aparece una vez más.

Esta vez desde metros atrás se ve su apariencia. En medio de personas que aparentan prepararse para la nieve, este personaje parece ser un turista. Cada paso que da al frente da la impresión de estar coordinado con la intermitencia de la iluminación. Lleva unas botas pantaneras y una chaqueta de corte militar. De su cuello cuelgan varias correas y trae un sombrero peculiar. Como extensiones de sus manos están tres riendas que lo unen a sus tres guardianes. A 3 de sus 6 amores perrunos.

Él es Jorge Iregui, oriundo de Bogotá, hijo de madre llanera y padre venezolano. El segundo de 5 hermanos, padre de familia e ingeniero de sistemas. El animalista capitalino que no distingue de especies o de razas cuando de amar a los animales se trata. Desde muy joven, la madre de Jorge le había inculcado un especial respeto por ellos, el cual se traducía en cuidado y devoción.

Para ese entonces la familia Iregui residía en Venezuela, donde viajaban de aquí para allá gracias al trabajo del padre de Jorge. Mientras su padre trabajaba, este particular ingeniero desarrollaba un carisma singular. A donde iba era recordado, ya fuera por su buen humor o por su facilidad de entablar una conversación. 

Caminando por la fría noche capitalina él enciende un cigarro y comienza a relatar uno de los viajes que más parece haber marcado su vida. 

“¡En un viaje a la costa venezolana, casi formamos un zoológico!”, dice Jorge, mientras se le escapa una sonrisa por aquel gratificante recuerdo, “por la carretera uno ve mucho animal por ahí de contrabando y tirado.” Sin embargo, la primera mascota de este enamorado de la vida animal no fue algún exótico pájaro o un perro de raza pura. Fue un ratón.

Ricky, como se llamaba aquel ratón, representó en la vida de Jorge el primer gran vínculo con una especie distinta. De ahí en adelante fueron muchos los mamíferos que cautivaron su corazón y marcaron su vida. Y aunque su querido amigo, amante del queso, murió trágicamente envenenado a manos de su abuela, por equivocación según decían, él decidió convertir aquel rencor de niño en su motivación como adulto. Sin saberlo, aquel día, encontró su vocación.

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Es por eso que desde hace años junto a Victoria Sierra, su compañera de vida, Jorge ha emprendido el arduo camino de salvar a cuantos caninos sea posible. No de gratis actualmente viven junto a seis sagaces perros. Todos criollos y únicos. Toby, el primero de los seis, tiene un pelaje gris semejante al de un zorro. Junto a él siempre salen los dos mayores, dos canes con pelajes del mismo color que el de los leones. Uno con más canas que el otro, eso sí. 

Los otros tres fieles compañeros de la pareja son de un tamaño más pequeño, sin embargo, bastante distintos entre sí. Uno es diminuto, oscuro como la noche, y siempre anda corriendo en medio de los gigantes que visitan el parque. El otro es blanco como la nieve, esa de la cual las personas parecen ocultarse en las noches, y en medio de rizos suaves se esconden sus ojos. El último es el más veterano, camina despacio y suave, se acerca de vez en cuando a las personas poniendo a su disposición un blando pelaje para que se haga un trueque: una caricia a cambio de un poco de calor.

En cuanto a Jorge, su comunidad lo considera un referente. Se merece todos los reconocimientos. Su labor la hace por amor a los perros, sin ánimo de lucro, sin ánimo de nada- reflexiona Nicolás Ortiz, un exfutbolista y vecino de la zona, quien ha sido testigo de la labor de este líder de su comunidad. Durante la cuarentena, por ejemplo, se lograron recaudar materiales para hacer comederos para los animales de la calle e incluso algunos lograron ser rescatados.

El reloj estaba por dar las 10 de la noche, el panorama era desolador. A decir verdad, era desesperanzador. Las calles solitarias eran el escenario perfecto para un crimen al estilo de la serie ‘Criminal Minds’, y los altavoces de los helicópteros anunciando la política estatal sobre el autocuidado parecían salidos de ‘The Purge’. Sin embargo, en medio de aquel penoso panorama, se encontraban tres personas rompiendo el encuadre perfecto del terror hollywoodense. Estaban Jorge y Victoria, agachados con ternura junto una perrita, hablando con un hombre que montaba una bicicleta. 

“Parece que fue usada para tener muchas crías, está muy maltratada”, explicaban ellos mientras acariciaban con delicadeza al animal, “podemos llevarla mañana al hogar de paso que hay disponible”.

En lo que es el cuidado y el tiempo que el perrito esté con uno, más o menos al mes podría estar requiriendo 100.000 pesos entre comida y cuidados médicos, mientras se estabiliza – eso calcula John García, un veterinario de profesión y dueño de un colegio canino ubicado a las afueras de Chía, Cundinamarca, sobre cada rescate hecho de manera autónoma. A pesar de ello, John comenta que este costo puede variar según cada caso, puede haber fracturas, enfermedades u otras dolencias que requerirían de muchos más esfuerzos. 

Por suerte, en medio de una época de escasez, los abundantes corazones que laten al unísono por los peludos siguen dando la batalla, salvando una vida a la vez. Jorge, aun con sus 6 guardianes y sus responsabilidades laborales y personales, encuentra siempre un espacio para ayudar a quienes no tienen voz. Ya sea instalando casas y comederos o hablando con sus vecinos para generar conciencia y empatía; él, siempre desde las sombras, continúa con su labor.

Autora: Paula Sophia Martin Peñuela

*Estas notas hacen parte de un acuerdo entre Pulzo y la Universidad de la Sabana para publicar los mejores contenidos de la facultad de Comunicación Social y Periodismo. La responsabilidad de los contenidos aquí publicados es exclusivamente de la Universidad de la Sabana.