Ella amaba ser diferente e irreverente; vestir hippie chic, andar cari lavada (su belleza exótica no necesitaba ni un pintalabios) y, eso sí, devorar leyendas, novelas y cuanto libro le produjera placer intelectual.

La conocí en la Universidad de Manizales a sus 20 años, mientras ambas estudiábamos comunicación social y periodismo. Qué mujer tan interesante: bella, inteligente, espectacularmente ligera, escritora y narradora por naturaleza. Risueña por convicción.

Su piel, generosamente blanca, contrastaba con esas pepotas de ojos verdes. Podía tener más ojos verdes que piel blanca, pero se veía muy banca.

El día que paró tráfico fue aquel cuando, de repente, había quedado al desnudo su cabeza. Su cabellera negra había desaparecido tras haber pasado por allí una máquina de afeitar eléctrica en nivel uno.

“¿Qué pasó Ednis? Siento decírtelo, pero pareces enferma”, le manifesté.  Mi pregunta tenía una evidencia, y es que una de las consecuencias de las quimioterapias a las que se someten las pacientes con cáncer es la caída del cabello.

Foto tomada por: Ángela Barrios
Foto tomada por: Ángela Barrios

Pero sonrió con una carcajada y de nuevo la vi más blanca. Esos dientes perfectamente blancos y generosos me manifestaron que todo estaba bien. Que le había dado la locura de sentir cómo era vivir sin su cabello.

Su pelo creció con gracia y ella sin preocupación alguna de esperar a que él lo hiciera. Enamorada de las metamorfosis, fascinada con las diferencias, evitando siempre encasillarse en los moldes pronosticados impuestos por la sociedad.

Hoy, 20 años después de aquel arrebato saciado, y a sus 39 años, y con un hijo de 5 años, vuelve a vivir sin su cabello; pero esta vez, no fue ella quien se lo quitó, fue el cáncer que se lo arrebató. Un cáncer linfático avanzado encontrado hace dos meses.

Me duele profundamente que hoy su cuerpo tenga esa visita inesperada. Su corta edad, un hijo que todos los días espera su abrazo en casa, sus estudiantes esperando la dedicada docente, sus padres anhelando sus curiosas historias y su hermano deleitándose con sus carcajadas. ¿Qué hay con ello?

Foto tomada por: Ángela Barrios
Foto tomada por: Ángela Barrios

Nadie está preparado ni para una enfermedad ni para un sufrimiento. Pero ella, así como quienes salen vivientes de un cáncer, pareciera que sí.

Y digo esto porque he conocido, como Edna Cuesta, a Nubia, a Olga, a Janeth y a Estela, y a otras mujeres a las que la vida las ha sorprendido un ejército de bandidos en su organismo, que ni la tristeza ni la intranquilidad han desbordado sus caminos.

Pero me cuestiono, como aquel libro, “Por qué le pasan cosas malas a la gente buena”. Edna me recalca. “Claro que el cáncer es malo, es perturbador e, incluso, devorador de órganos y de pensamientos, pero si me está pasando a mí me sucede para algo bueno”.

Y eso, precisamente, es lo que me emociona de esta historia. Ese temple de quienes están en el abismo, y así, incluso, ven que apenas esto es una pequeña montaña de sus caminos.

Por eso, lo confieso, verla con esa fortaleza me avergüenza (tanto que uno se queja de la vida). La visité en Manizales hace unos días y lucía no solamente blanca, como siempre la he recordado, sino espectacularmente radiante.

Se puso tacones para recibir mi visita y un turbante en el pelo para protegerse del frío (más no para ocultar su calvicie). Y aunque no se lo dije, no hubiera necesitado la mascarilla en sus pestañas, porque nunca requirió esfuerzo alguno para verse como ella, como siempre ha sido ella: única.

No reflejó ningún singo de quimioterapia, ni de inyecciones, ni de medicamentos, ni mucho menos de tristezas latentes que suelen acompañar las enfermedades.

Ha pasado ya por 2 quimioterapias de 96 horas seguidas cada una, (potentemente tóxica) y la única evidencia física de ello es que perdió de su pelo. Mantiene la fe y la esperanza en sus niveles más altos, incluso el humor. Consigue contar historias donde los personajes son los químicos que ingresan a ella. Un deleite con su elocuencia a punta de magia surrealista.

Se aferra a lo que la hace sentir: una foto de su hijo, una vela encendida, un mandala, la voz de sus padres, el abrazo de su hermano y los mensajes de sus amigos. Son la provisión diaria.

Sabe que el milagro puede existir y se pega a ello, sin preguntar la cantidad, porque acá el mínimo es, incluso, el máximo. Es como encontrar una aguja en un pajar.

Y es que levantarse y sentir que se está vivo vale oro, pero levantarse y sentir que a pesar de la enfermedad se sigue vivo, vale quilates. Y ella lo sabe.

Edna me sorprende, como las mujeres mencionadas arriba. Escribo sobre ella porque su historia merece ser conocida. De hecho, las historias de otros son las que nos sirven de experiencia, reflejo y ejemplo. Sus historias deben ser recordadas, porque el dolor y la penumbra de la incertidumbre es más dolorosa que la misma enfermedad.

A Edna, mi admiración, la de mis compañeros de universidad, la de sus colegas, la de sus familiares, la de sus amigos y, por supuesto, la de su amado hijo.

Aquí estamos nosotros también como ejércitos implorando por tu sanación, porque con cabello o sin él, seguirás siendo esa mujer blanca, blanquísima de piel y de corazón.

CONFESIONES DE EDNA

  1. ¿Cuál es la fuerza que no te ha dejado desvanecer?

Esto de aquí: la vida simple, el azulejo que descansa y luego se abre en vuelo, las curaciones de mi mamá, un vino, el corazón latiendo, la mañana, los chistes de mi papá, las mariposas de la panza o de las flores, una tarde con mi hermano. Y bueno, en todo eso está Juan Diego, mi hijo, la máxima confirmación de que estoy viva y de que en unos ojos pequeñitos e incontaminados está mi ejemplo, mi amor sin condición, mi fuerza para enseñarle a combatir lo peor del mundo.

2. ¿Qué sentiste al enterarte de tu cáncer?

Eso fue un jueves a las 4 de la tarde, mi hora de descanso en el colegio donde trabajo como profe de español. Cuando colgué el teléfono, después de escuchar  neoplasia agresiva en la voz del radiólogo, me congelé, el aire me faltó en el pecho y el corazón latió distinto, supongo que como late el corazón de los vulnerables. Así que moví la silla con torpeza  y caminé rápido hasta el fondo del pasillo, aturdida, sin forma, botada sin remedio en otra dimensión. Ahí estaba Angélica, mi compañera, dando clase. Le hice algún gesto desde la puerta y salió al instante. “Tengo cáncer”, le dije bajito y temblando, y no pude hacer más, sólo llorar en su hombro, con todo el miedo y la tristeza, con toda la desolación de una noticia para la cual nunca me preparé. Pero después de ese llanto liberado puse los pies en la tierra, recobré el aire y creo que también hasta un poco de esperanza.

3. ¿Cómo se es fuerte ante la premura de una enfermedad?
Luego del abrazo con Angélica, retorné por el mismo pasillo. Tal vez suene místico lo que voy a decir, pero en ese regreso, el aire estaba limpio y el resto de cosas se veía mas nítido. Yo digo que fue Dios o la pachamama,  recordándome que esto vale la pena vivirlo, que a veces no es fácil, pero tenemos todo para sanarnos y despertar del letargo. Creo que ahí, respirando y respirando, agarré la fuerza para asumir la premura de mi enfermedad.

4.¿Qué sentiste al caerse el cabello?

Estéticamente no mucho (risa), quienes me conocen saben que en otras ocasiones he llevado el pelo al rape, de colores, largotote o súper corto. Ha sido mucho lo que he loqueado con mi cabeza. Emocionalmente, fue inevitable sentir algo de incertidumbre y nostalgia, pero gracias a Diana Reyes, una de mis profes más queridas de la Universidad y quien me ha acompañado desde el inicio de este cuento con sus sarcasmos y la dulzura de su ser, entendí que la caída del pelo es como un diente de león: filamentos de miedos y dolores que se sacuden, viajan con el viento y finalmente se transforman. Así que en definitiva sentí eso: renovación, trascendencia.

5. ¿Fue igual al sentimiento que tuviste cuando tu misma te rapaste?
No, claro que no. Cuando me rapé por allá en el 2000, época de la Universidad, lo hice en un contexto de rebeldía en el que quería romper con ese estigma de la princesa de pelo largo e ideas cortas que acompaña a su macho alfa intolerante de otras estéticas en el ser femenino. Ahora el sentimiento es distinto, más hondo. Diría que mi cabeza calva es la mayor cicatriz de guerra por la que merezco todas las insignias.

6. ¿Cómo es que creas cuentos e historias con los medicamentos, los implementos quirúrgicos y hasta los pronósticos?
De un tiempo para acá he venido confirmando que la creación y el arte son elementos potentes de curación y de catarsis y bueno, creo que no hay de otra cuando estás encerrado en una habitación de hospital, condenado o condenada al sonido infinito de las bombas de líquidos, las comidas desabridas y la rutina imparable de enfermeras que entran y salen con las mismas dosis de medicamentos. Si no creas estás muerto, amarrado a pensamientos trágicos, a horas eternas. Así fue como en un arranque de locura creativa Etopósido y Vincristina, dos de los químicos más tóxicos que recibo en mis terapias, se convirtieron en personajes de un cuento que aún no termino. Así mismo, he pasado tardes enteras pegada de Isabel Allende, sintiéndome en la piel salvaje de Eva Luna, imaginando otros amores y otras épocas. He pintado mandalas, he soñado que gano platanitos verdes en las partidas de parqués con mi mamá e, incluso, he pintado murales en las paredes del hospital con vinilos imaginarios que a veces son más sosegados o a veces más febriles. Crear, moverse sin mirar el reloj, es lo que me ha ayudado a sobrellevar esta realidad.

  1. ¿Has tenido crisis emocional?

Sí, claro. He sentido hastío, irritabilidad y una tristeza profunda por el tiempo que el cáncer me ha hecho perder con mi hijo. Pero en los días buenos, he logrado llegar a la conclusión de que este es el momento de la pausa, de mi pausa, para mirar hacia adentro y bueno, por fortuna ya no mantengo tanto en el hospital y eso me permite la dicha y la tranquilidad de estar con mi familia.

  1. ¿Le temes a algo?

Si. Le temo un poco a los apellidos de mi linfoma y a la alta toxicidad de mi tratamiento. Pero veo la carita de Juandi y cualquier miedo se espanta. Al igual que la vida que observo ahora  desde la ventana, él es mi bálsamo y mi aliento.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.