Imposición de términos y temáticas, sin capacidad de diálogo y negociación, delinea la intransigente posición exhibida por quienes se autoproclaman líderes del paro nacional, tóxicos personajes que, desde verdades a medias, cazan incautos que ya completan dos semanas en las calles y apuntan a proseguir hasta las próximas elecciones de 2022. Hoja de ruta marcada por una turba desbordada y descontrolada que en el día funge de borrego manso y en la noche, como la “Princesa Fiona”, se transforma en el ogro vandálico que la comunidad internacional no quiere ver u omite, al observar el conflicto, a la distancia. Dietario ideológico incapaz, de aceptar y conciliar posturas de los extremos, de izquierda y derecha, y proclamar la cordura que debe aflorar en el marco de un tiempo de coyuntura como el que atraviesa Colombia.

Ausencia de liderazgo, maquillada de orgullo por parte del ente gubernamental, afila la sangre en el ojo que exhiben las centrales obreras, los colectivos estudiantiles, los grupos indígenas y las asociaciones civiles que se han declarado indignadas desde noviembre de 2019. Estandarte político manipulado, a las mil maravillas, por el líder de los humanos que, desde lo que han llamado el pacto histórico por Colombia, ha apostado por incendiar el país; discurso venenoso, que destila odio desde el progresismo de izquierda, es el que se apropió y desprende en cada declaración que se puede escuchar por parte de la CUT, desesperados sindicalistas con afán de repotencializar un paro que en sus excesos se empieza a quedar sin aire.

Legítimo derecho a la manifestación popular se ha desdibujado ante vándalos y encapuchados que se encargaron de infiltrar las marchas y conducir al caos la sana expresión del colectivo social colombiano. Hoy en las calles se observa a muchos incapaces de construir nación desde el razonamiento, los argumentos y la propuesta. Acciones de hecho, que han dejado miles de destrozos en los bienes públicos y privados, así como los desmanes que siembran el terror en las principales ciudades del país, evidencian que la protesta se salió de las manos de los organizadores, políticos y sociales, y ahora está al mando de fuerzas oscuras que desbordan el orden público al vaivén de desadaptados y delincuentes que quitan sentido a aquello que se pretendía con el paro nacional. 

Rumbo a la deriva tiene bloqueada a Colombia, paraliza la economía y sucumbe a la ciudadanía, que está en medio de los bandos, en una crisis de hambre que se incrementará con el cierre de empresas, fenómeno social que traerá consigo mayor desempleo, reducirá la capacidad adquisitiva, e incrementará la inflación. Amplia mayoría de los colombianos quiere trabajar y vivir en paz, pero increíblemente se está imponiendo una pequeñísima minoría que atomiza el país haciendo creer que luchan por los derechos de los jóvenes, las mujeres, las comunidades indígenas y las víctimas de la Colombia profunda. Violencia llevada al extremo que, entre piedras, puñales, arengas y fuego amigo y enemigo, al mejor estilo de una confrontación bélica, deja múltiples lesionados, heridos y fallecidos por parte de los manifestantes y los miembros de la fuerza pública. Incoherencia bárbara de quienes buscan y exigen la protección de los Derechos Humanos, pero los violan, con la mayor desfachatez, escudados en el libre derecho a la protesta.

Anuencia de políticos, artistas, periodistas y analistas con actores de la causa protestante genera incertidumbre y pánico en el grueso de la población que atónita observa un sanguinario actuar en los robos, saqueos e irrupción de zonas residenciales que perpetran quienes se infiltran en las marchas ciudadanas. Lo ocurrido en los últimos días en Cali, con los indígenas, distante a un temor infundado o falsas alarmas en el imaginario colectivo, es la consecuencia de un pueblo reprimido y cansado con los excesos de la masa protestante; ciudadanos que se someten al pago de vacunas en las barricadas que se instalan en las carreteras e incluso al interior de las ciudades. Instinto de defensa propia, sacó a flote actitudes violentas y un sin número de armas que casi desatan un linchamiento colectivo para cobrar justicia a propia mano, exacerbación atizada por irresponsables pronunciamientos, señalamientos y cuestionamientos públicos que se difunden desde las plataformas sociales, en uso del libre derecho a la expresión.

Ideología recalcitrante de izquierda y derecha, que cataloga de tibios a quienes se quedan en el centro, hastía con su intransigencia y ánimo de polarizar antes que construir desde las diferencias; es hora de reconocer que los males que aquejan a Colombia son un cúmulo de desaciertos políticos, económicos y sociales, de varios gobiernos, que ahora estallan en las manos del presidente de turno. Es momento de empezar a pensar como colombianos y reconstruir la nación desde propuestas razonables y realizables en el corto, mediano y largo plazo. Toda acción tiene sus consecuencias y lo que en este momento ocurre en las calles debe guardar los límites y las proporciones de ejercer un derecho dentro de la frontera del respeto por los del otro, la violencia no es el camino para exigir la justicia ni reinstaurar el orden, hay que bajar el filo de la ira en la lengua y abanderar el oír y escuchar al otro para comprender su inconformismo.

Mientras el país se moviliza los políticos pasan de agache, indolencia de los agentes legislativos, con la crisis social más grave de las últimas décadas, es el florero de Llorente que sacó a flote dolores y rabias acumuladas contra un foco de corrupción. Mesa de conversación nacional no solo debe incluir la renta básica, educación gratuita, reforma a la salud y demás temas prioritarios, ya señalados por el colectivo protestante, sino la reducción, en número y salarios, de quienes integrarán el congreso desde julio de 2.022; planteamientos y propuestas claras y concretas que transformen a Colombia. El país no puede permitir que esta situación siga de manera prolongada y con un nuevo pretexto cada día para protestar por el simple hecho de protestar, el pliego de peticiones, antes que un plan de gobierno debe ser coherente con las necesidades populares, pero a su vez con el contexto económico y social de la nación.

Desigualdad de décadas que enciende la rebeldía manifestada en las calles asesta un severo golpe al sector productivo. Circulo vicioso de la fuerza para hacerse oír tiene en jaque las cadenas de producción, pronto vendrán los despidos y difícilmente se podrá detener una debacle social que solo se podrá circunscribir a los irresponsables que insisten en las manifestaciones. Necesario es que el establecimiento entienda que la ciudadanía no es una convidada de piedra en la reconstrucción de Colombia, es hora de tomar conciencia, fijar posturas y jugar un papel preponderante en este caos en el que está inmersa la nación, como actores del entramado social cada uno está llamado a ser parte de la solución. Quienes se manifiestan en las calles no son tan masivos como lo quiere hacer ver la oposición, pero tampoco tan insignificantes como lo señalan los afectos al gobierno.

Llegó el momento de superar el ambiente hostil de miedo y censura que gira entorno a la protesta social, escuchar el clamor del colectivo nacional que, distante a los desadaptados violentos que se infiltran en la protesta, pide estructurar un pacto político por Colombia que permita la reconstrucción del núcleo social colombiano.

A Colombia la hacen los colombianos y son todos unidos los llamados a trabajar y dialogar con argumentos, construir país desde las diferencias y el respeto por los derechos, pero también el cumplimiento de los deberes que se tienen en el ejercicio de la ciudadanía. Más que pedir la renuncia de un mandatario, por pasivo e incompetente que sea, es con el voto y el saber elegir que se superará la desfinanciación estatal, la corrupción y el sinnúmero de flagelos que aquejan a una sociedad que sucumbe ante los errores del pasado por negarse a reconocer su historia.

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