Un parroquiano entró en una droguería en busca de un producto. Le dijo al dependiente:

─Amigo, regáleme una vaina que sea bien buena para la caída del cabello. Como ve, estoy padeciendo anorexia.

El empleado, un experto en esos asuntos, y de trato gentil con la clientela, le respondió:

─ Vamos por partes, caballero. Usted lo que quiere es que yo le venda, aquí no regalamos más que nuestro saludo y mucha amabilidad. Le puedo ofrecer algún producto farmacéutico contra la caída del cabello, o para combatir o evitar la caída del cabello. Porque para su caída lo único bueno es el piso. Una vaina no le puedo vender; vaina es una funda para algunas armas, y como puede usted ver esta es una droguería, no una armería. Finalmente, usted no padece anorexia sino alopecia; por eso se le está cayendo el pelo.

Un poco apenado, el hombre estalló en una risita delatora. En segundos se sobrepuso, y añadió:

─ Está bien, metí la pata. Usted debe de saber más que yo. Véndame ─ahora sí dije bien ─un producto que usted me recomiende. Pero, además, necesito ‘algo’ eficaz para los ratones. En mi casa ¡hay una ratonera horrible!

El paciente empleado volvió, entonces, a corregir al parroquiano.

─ Señor, perdonará usted que lo corrija de nuevo. Como dice que quiere ‘algo’ para los ratones, yo le recomiendo el queso; ¡a ellos les fascina! Como usted lo dice indica que tiene afectos por esos roedores y por ello desea alimentarlos bien. Pero si lo que pretende es exterminar los ratones que hay en su casa, entonces yo puedo venderle un veneno. Es decir, un producto para matarlos. Por último, quizás en su casa haya muchos ratones, pero no ratoneras. Ratonera es la cueva o madriguera donde, generalmente, ellos habitan; también es la trampa con la que se los caza. Su casa no creo que sea una ratonera, ¿verdad?

El cliente compró, pagó y salió rumbo a un supermercado cercano. Iba un poco apenado, pues había cometido varios errores idiomáticos en tiempo récord.

Ya en el supermercado, se dirigió a una muchacha vendedora que salió a su paso:

─ Buenas… ¿Tiene leche?

La empleada le respondió sagazmente:

─ Sí, señor. Tengo leche, bastante leche. Pero, dígame ¿cómo supo usted que yo soy mamá y que estoy amamantando a mi hijo recién nacido?

Sonrió sabiendo que aquello era, simplemente, una expresión de doble sentido, pues el cliente no había incurrido en falta idiomática.

Ahora la sorpresa era para el parroquiano. Abriendo los ojos, como si le fueran a echar gotas, replicó:

─ ¡No, señora! Yo no tenía ni mediana idea de que usted es madre, ni de que está lactando. Pregunté mal, entonces. ¿Cómo digo que lo que necesito es un pote de leche en polvo para mi hijo de brazos?

─ Así como ya lo expresó, pero con una aclaración: su hijo, permítame advertir, como la inmensa mayoría de humanos, efectivamente, es de brazos… De dos brazos para ser más exacta; así que lo que usted quiso decir es que se trata de un bebé o un nene. Así se los denomina en sus primeros meses de nacidos.

─ Ay, ¡caí de nuevo! ─ dijo el hombre.

Después de hacer la compra, abandonó el establecimiento haciendo una reflexión.

─ Carajo, se vuelve uno metepatas por no pensar antes de hablar. Por suerte hay personas interesadas en esos asuntos del español correcto. En la eventualidad de que en ese supermercado me hubiera atendido un hombre, y que yo hubiese querido comprar huevos, qué tal que yo le hubiese preguntado: ¿señor, tiene huevos? ¿Cómo me habría él respondido?

¡Hablar y escribir bien: el reto de hoy!

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