Pasa con los empleados de una oficina, un grupo de amigos o una pareja de hermanos: uno delega las mayores responsabilidades en el de más talento, asigna al más confiable las tareas que requieren un cuidado especial.

Mi mano derecha es la que manipula objetos delicados y peligrosos, desde cuchillos hasta martillos. También cepilla pacientemente mis 24 dientes y deja como una tacita de plata mi “zona v” (o sea, mi “zona varonil”).

Claro, semejante voto de confianza también agobia. La pobre se cansa porque vive recargada de trabajo. Me pregunto qué pensaría si tuviera personalidad. Qué habría dicho aquella vez, a principios de este año, cuando me ayudó a rellenar un formulario de ocho páginas y le pedí que dejáramos para el final el diligenciamiento de la fecha.

—Al fin… —habría dicho ella, aliviada de que estuviéramos a punto de acabar, leyendo en voz alta la fecha que escribía—. Catorce… de… e-ne-ro… de… dos… mil… dieeeci… ocho… … … ¡Ah… gran hijuep…!

Muchas de sus responsabilidades son desagradables, como cuando le toca saludar manos sudorosas. Pónganse en sus guantes. Imaginen que un hombre desnudo sale del sauna, humedito, baboso…, y a usted, que también está desnudo, le toca abrazarlo, restregarse con él… apretarlo… y seguir ahí hasta que el desgraciado ese quiera soltarlo. Y luego, le toca a usted esperar un rato, así, mojado, porque no van a dejar que usted se seque en frente del que acaba de saludar.

La orientación sexual de las manos

¿Qué pensaría la mano hábil de esa tarea cotidiana, inofensiva, hasta tierna, que es la masturbación? Depende. Si la mano es gay se sentiría la extremidad más afortunada del mundo. Abrazaría a su compañero de juerga y lo zangolotearía con éxtasis, dicha, gozo y ganas. Cantaría feliz mientras trabaja: “Seré tu amante bandido… ¡Bandido!… ¡Tu-ru-rú…!”

Otra sería la historia si la mano fuera heterosexual.

—¡No!… ¡Nooooo!… ¡Otra vez, no, por favor! ¡Van cinco veces hoy, cerdo desgraciado!

Semejante tortura tendría luego su recompensa. La mano heterosexual estaría también a cargo de una tarea fascinante, que a la vez es un ejercicio de precisión quirúrgica que exige ritmo, cadencia, prudencia y suma responsabilidad: dar dedo. No es un trabajo de poca monta. Significa proveer de intenso placer una zona de extraordinaria complejidad, tan limitada y delicada como colosal.

Sobra decir (pero lo digo) que una responsabilidad de tal magnitud no se la delegaría nunca, bajo ninguna circunstancia, a mi mano izquierda. Duele de solo imaginarse la situación.

—Espera… ¿cómo es que es?… —dudaría nerviosa la mano izquierda, asustando a la pobre vagina—. ¿Te estoy lastimando?… Qué pena… Uy… Te rasgué y todo… ¡Perdón!

La mano derecha vería horrorizada la escena.

—¡Qué hace! ¡La dejó como un boqueto! ¡Mucha bestia!

Quiero que mi mano izquierda crezca en lo personal y en lo profesional

Si la derecha está agobiada de tanto trabajo, la izquierda se ha convertido en un ser inseguro y depresivo. “Claro”, dice ella. “Como yo soy una bruta, como yo no sé hacer nada, como yo atrofio vaginas…”.

Su inutilidad la ha llevado a caer bajo y tocar fondo. Con la mano izquierda se fuma, se toma trago y se consumen drogas. Quiere decir que, además de ser una buena para nada, la izquierda es una viciosa.

Soy el responsable de su incapacidad para enfrentar el mundo. Pude haberle exigido más. No debí resignarme a que se quedara quieta mientras veía a su hermana progresar. Tal vez si le hubiera delegado más responsabilidades, ella tendría hoy las armas necesarias para crecer en lo personal y en lo profesional.

También es cierto que alguna vez lo intenté. En una ocasión quise que ella sostuviera el tinto, pero todo resultó en un desastre. Lo regó.

—Mire estúpida, cuidado —reclamó airada la derecha.

—Ay, ¡ya voy a limpiar! ¡No me regañe!

—¡Qué va a limpiar usted! ¡Preste para acá ese trapo!

Por supuesto, ellas tienen una relación tensa. Lo pienso dos veces antes de utilizar un martillo. La derecha lo agarraría y cogería impulso para golpear.

—Ahora sí vamos a ver quién es quién —diría ella.

La izquierda sostendría la puntilla, muerta de susto:

—¡Pasito! ¡Pasito!

Nunca es tarde para corregir el rumbo. Voy a empezar a asignarle nuevas tareas a mi mano izquierda, que maneje el control remoto del televisor, que de vez en cuando me cepille los dientes. De pronto, por qué no, un día le doy la oportunidad de dejar como una tacita de plata mi “zona v”. Pero que quede claro: dar dedo, nunca.

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La próxima, el miércoles 5 de junio: “Propuesta al mundo mundial: reinventemos los piropos… que sean con consciencia social”.

Si se perdió las columnas anteriores, aquí están:

“Carta abierta de un aficionado al Play Station”

“Más que un niño interior, tengo un adolescente interior… y es un petardo”

“Nadie me contó que uno también termina con los amigos”

“Cuando chiquito quería ser gomelo. Lo logré”

“Lleno de expectativas a los 18 años; lleno de incertidumbres a los 35”

“Yo pensé que después de los 33 años todos madurábamos”

“Cuando uno es de centroizquierda… y el suegro es uribista (y viceversa)”

“No solo nos gusta aparentar, nos fluye sin siquiera darnos cuenta”

“Ver la vida a través de LinkedIn, tan frustrante como verla a través de Instagram

“La Navidad es un tranquilo paseo de diciembre… para quien no tiene bebés

“Mi papá es un hipócrita”

“Ser ateo es más difícil en las vacas flacas

“Cambiar de peluquero en la misma peluquería… mala idea

 

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.