Pero la vida me ha dado tantos de corazón, y no de sangre, que me siento más afortunada que si tuviera uno solo.

De niña, me sentía avergonzada de no tenerlo. Escuchaba en voz baja: bastarda. Y yo, sintiéndome culpable, me sonrojaba y solo me justificaba, orgullosamente, de que mi tío Ovidio era mi papá. Pero de nuevo me sentía menos que los otros, incluso de mis primos, al no tenerlo. Una soledad en silencio.

Nunca hice una carta en esta fecha especial, ni compré regalos de corbatas ni perfumes.

No tuve un padre que me diera con qué comprar un regalo para mi madre en su cumpleaños. Ni quien me enseñara a montar en bicicleta los domingos en la ciclovía. Ni a leer cuentos de terror en árboles frondosos.

Pero un día me pregunté. Y para qué él, si tengo a mis tíos y a mi abuelo que hacen como si lo fuera. Quizás no es lo mismo. Y nadie podrá juzgarlo ni comprobarlo. Pero los he tenido ahí, de mi lado, a mis oídos, con un apoyo emocional y económico cuando lo necesité. Con el regaño oportuno cuando lo merecía. Con el abrazo consolador cuando lo añoré.

Así que me dediqué a festejar los días del padre para ellos, dando gracias por su existencia en mi vida, pero anhelando, también, que algún día llegara a casa un hombre desconocido que dijera: “Yo soy tu padre”.

No ha llegado. Pero aquel día en que fui madre por primera vez y le enseñé a mi hija a decir Papá, sentí como si esa palabra la estuviera aprendiendo a la par con ella. Lloré de emoción al saber que mi hija tendría ese hombre por siempre a quien llamaría Papá.

Por eso, hoy quiero brindar por todos los padres del mundo. Por aquellos que, sin recibirte en el alumbramiento, ni cobijarte con ese primer abrazo, llenan tu corazón de amor y hacen las veces de padre.

Por aquellos que han quedado solos tras la muerte de sus esposas y se dedican a capa y espada a cuidar y proteger a sus hijos. Por aquellos que, tras una separación, optan por vivir y cuidar a sus hijos.

Por ellos, que hacen sus labores hogareñas. Trabajan. Regresan a casa. Hacen tareas. Hablan de chicas. Salen de compras. Ven películas. Juegan fútbol. Peinan muñecas. Compran flores.

Por aquellos que se convierten en Falcao, para enseñarles a jugar fútbol. En ‘Rigo’, para enseñar a montar en bicicleta. Por aquellos que se creen Baldor, para enseñar matemáticas. Y hasta para los que se creen Norberto, para peinar a las muñecas.

Brindo por aquellos a los que se les fue un hijo al cielo y, aún así, siguen siendo padres ejemplares.

Por aquellos que ya están en el cielo cuidando, esos sí, de los hijos que están en la tierra.

Por aquellos que están privados de su libertad. Por aquellos que no se atreven a ofrecer perdón ni a perdonar a sus hijos.

Por aquellos que conviven con sus esposas e hijos y se gozan la paternidad.

Por aquellos que desean serlo. Por los que están aprendiendo a serlo.

Hoy brindo y celebro por esos padres que, sin serlo de sangre, han derramado la de ellos en entrega y dedicación.

Por los que siendo jóvenes enfrentaron su responsabilidad, aún sin terminarse de educar ellos mismos. Brindo también por esos padres adultos, que repitieron y comenzaron de nuevo la etapa de la paternidad.

Festejo por él, por el papá de mis hijos. El mejor que pude haber escogido. Quien me ha demostrado que ser papá no tiene edad ni fecha en el calendario. Que con su amor y profundo esmero me ha enseñado que la fortuna no es tener papá, sino ser amado por un papá.  Y que no existen modelos de papás ejemplares, sino papás reales que aman ejemplarmente.

Pulzo
Pulzo

Afortunados son, entonces, aquellos que tienen un padre de sangre, o uno que ha dejado la suya impregnada en la vida de otro.

Brindo por el mío y lo bendigo. Donde quiera que esté, feliz día, querido Papá. Porque de algo estoy segura, y es de que en esta tierra y en este cuerpo, en mi cuerpo, corre algo de sangre de aquel que debí haber llamado Papá.

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