Hace ocho días, en Supía, un pueblo al noroccidente de Caldas, las fuertes lluvias ocasionaron el desbordamiento de la quebrada Rapao y del río que lleva el mismo nombre del municipio. Las inundaciones en el casco urbano afectaron a casi 3.000 familias y más de 1.000 viviendas, lesionaron a 26 personas y dejaron una persona muerta, según cifras entregadas por la Alcaldía. A mediados de semana, en Plato (Magdalena), la comunidad alertó por el riesgo de inundación en el que se encuentran a pesar de contar con un jarillón que intenta contener las aguas del Magdalena.

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Como Supía y Plato, en Colombia 131 municipios y 10 departamentos ya han declarado la calamidad pública por las emergencias que han generado las precipitaciones y, según Javier Pava, director de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), podrían triplicarse en las próximas semanas por la segunda temporada de lluvias que arrancará a mediados de este mes y que estará fuertemente influenciada por el fenómeno de La Niña. Esto, como explicaron desde el Ideam, llevará a que en varias regiones del país se reporten precipitaciones hasta un 30 % por encima de lo normal.

A pesar de que el país cuenta con un sistema de gestión del riesgo y con instrumentos y herramientas que le permiten estimar con cierta precisión dónde y cuánto lloverá, las inundaciones se han vuelto parte del panorama diario. De hecho, según datos de la UNGRD, en los últimos 50 años, del total de desastres “naturales”, más del 30 % han sido inundaciones, siendo este el evento que más se ha presentado en Colombia. En los últimos 50 años ha habido 20.722. ¿Por qué, si contamos con toda esa información tan detallada y hemos acumulado una gran experiencia, seguimos viendo inundaciones casi a diario?

Para responder esta compleja pregunta, Sandra Vilardy, doctora en ecología y vi ceministra de Ambiente, dice que hay que abordar procesos históricos, sociales y naturales. Para contestarla se remonta hasta la época de la Colonia. “Cuando llegaron los españoles, que venían de un territorio secano, encontraron un país lleno de pantanos, humedales y ríos. Por eso se ubicaron en la zona andina, por ser más cómoda para ellos. Desde entonces, como nos hemos desarrollado desde la región Andina, ha existido un desprecio por el agua y por los territorios del agua que se mantiene hasta hoy y que trascendió a las leyes colombianas”.

Silvia López, doctora en biología y experta en ecosistemas acuáticos, resalta otro legado de aquellos tiempos coloniales: “Comenzamos a adoptar modelos europeos, se importaron la canalización de los ríos, la construcción de malecones, el secado o drenaje de los humedales, entre otros”.

Ambas coinciden en que estas obras han querido controlar el agua en un país donde es difícil hacerlo. Según el Instituto Humboldt, casi 31 millones de hectáreas, es decir, el 26 % del territorio, son zonas de humedales “que se pueden inundar periódica o permanentemente”, recuerda López. “Pulsos de inundación” es como conocen ese proceso en términos técnicos. Como dice esta bióloga, vivimos en territorios anfibios, que “fluctúan entre una fase acuática y otra terrestre o seca”.

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Además de intentar controlar el agua, Colombia ha tenido un serio problema: el “desordenamiento del territorio”, que para Vilardy no es otra cosa distinta a la invasión de los espacios del agua. Debido a diferentes fenómenos sociales, como el conflicto armado, el desplazamiento o la pobreza, millones de colombianos han llegado a las márgenes de las ciudades, construyendo sus casas en materiales endebles sobre terrenos inestables o sobre las riberas de los ríos. En cierta medida, este proceso de construcción, sumado a otros fenómenos, ha llevado a deforestar zonas que son importantes para las cuencas de los ríos.

La mala noticia es que la tala ilegal ha crecido a un ritmo vertiginoso en Colombia. En las últimas dos décadas, reveló esta semana el Minambiente, hemos perdido 3 millones de hectáreas, la misma extensión del departamento de Santander o de Bélgica. Eso, al hablar de cuencas, es muy grave, pues como explica López, una cuenca con buena salud es vital para evitar inundaciones. “La cantidad de agua que llega a un río no solo depende de las lluvias, sino del estado de la cuenca. Su área, por ejemplo, determina la cantidad de agua que puede drenar, mientras la calidad, es decir, qué tanta vegetación tenga o qué tan deforestada esté, determina la velocidad a la que va a llegar”.

En otras palabras, una montaña llena de árboles tiene mayor capacidad de filtrar el agua de las lluvias, mientras una deforestada pierde esa capacidad. Esto hace que gran parte del agua de las lluvias llegue más rápido a los ríos, haciendo que sus niveles aumenten a mayor velocidad. La deforestación, además, expone al suelo a procesos de erosión, lo que explica que los deslizamientos son más recurrentes en estos períodos.

Pero la deforestación no es el único factor que se debe tener en cuenta a la hora de hablar de este fenómeno, advierte Gloria Ruiz, coordinadora de Evaluación de Amenaza por Movimientos en Masa del Servicio Geológico Colombiano (SGC). Para ella, hay que remontarse a un proceso mucho más antiguo que la Colonia: la formación de la cordillera de los Andes en el país. “Nuestra cordillera de los Andes está todavía en formación, aún se están formando montañas y son materiales muy jóvenes que tienen poca resistencia”, expone Ruiz.

En la ecuación hay otro factor que no puede pasar inadvertido. Javier Pava, el nuevo director de la UNGRD, una entidad que nació durante la temporada invernal de 2010-2011, es franco al reconocerlo: “Cuando tenemos muchos eventos simultáneos al país le cuesta, porque su sistema es muy unitario, muy centralizado. Ha sido muy institucionalizado, no ha habido una apropiación por parte de las comunidades”.

¿Cómo evitar las futuras inundaciones?

Un gran ejemplo para entender esta seguidilla de errores que se han cometido históricamente se puede encontrar en la subregión de La Mojana, que el pasado 27 de agosto completó un año bajo el agua. El origen de la emergencia que viven los 12 municipios que componen esta región se dio durante una época de fuertes lluvias, que llevó a un incremento en los niveles del río Cauca. Esto llevó a que el agua rompiera uno de los diques que se encuentran en una de las márgenes del río Cauca. Tras casi 13 meses, el boquete en el sector de Cara de Gato es de más de dos kilómetros de ancho, más de 70.000 personas han resultado afectadas y cerca de 21.000 hectáreas terminaron inundadas destruyendo los cultivos y obligando a los pobladores a evacuar al ganado.

El principal frente para atender esa crisis fue la reparación del dique. De hecho, el expresidente Duque aseguró que la obra debía estar lista para noviembre del año pasado. Sin embargo, a poco más de un mes y medio para que se cumpla un año de ese plazo, el nuevo director de la UNGRD aseguró que las obras en Cara de Gato serán suspendidas. Las razones que llevaron a esta decisión, explicó Pava, fueron que aún falta cerca del 80 % de las obras, no hay garantías de lograr el cierre, pero sí un alto riesgo de que se pierdan los recursos y que, con la nueva temporada de lluvias, la obra sea inútil.

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Ejemplos como este, que abundan en el país, sirven para exponer el primer cambio que debería tener Colombia a la hora de atender las inundaciones, dice Vilardy. “Hay que reevaluar el enfoque desde el que se han abordado históricamente las inundaciones. La escuela científica que ha marcado el derrotero de los ingenieros civiles y los hidráulicos ha sido la escuela holandesa. Eso es del siglo pasado, desde el control del agua para dar sensación de seguridad”.

A lo que se refiere es que “el Estado ha invertido miles de miles de millones de pesos al estilo de jarillón, canales y diques. Ahora vemos que son ineficientes. Nunca se pensó que el cambio climático llegaría de esa manera, entonces nunca se pensó cómo nos iba a afectar. Esas obras ya no responden a este planeta en crisis”.

Entonces, ¿cuál podría ser el primer paso? Renaturalizar el cauce de los ríos, apostarles a obras “verdes” o a aquellas que utilizan la naturaleza para ciertos fines, apunta la viceministra de Ambiente. En esto coincide Isidro Álvarez, cofundador de la Fundación Pata de Agua, miembro del Programa de Desarrollo y Paz de La Mojana, y habitante de la región. “La solución tiene que estar en la adaptación de las viviendas al territorio. Partiendo de lo que hacían anteriormente los indígenas zenús en su zona, que era hacer las lomas, hacer los montículos y ahí ubicar las casas. Podemos apostarle a ese proceso, sumado al ejercicio de rehabilitar los ríos, los caños y las ciénagas”. 

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No obstante, esto no será suficiente. Pava, de la UNGRD, también reconoce que ha existido un “error crítico” de esta entidad en años anteriores, el cual consiste en “enfocar la respuesta hacia la infraestructura”. Por eso, asegura que bajo su dirección habrá una transformación que estará dirigida a atender, en primer lugar, a las personas. Bajo esta redirección, uno de los enfoques fundamentales, explica, será la identificación de las familias que año a año repiten la tragedia para reubicarlas.

Pero este no será un camino fácil, advierte Álvarez desde La Mojana. Tampoco es nuevo, dice él. “La cuestión de la reubicación no es un tema que trae a colación hoy Petro. Es una situación que vengo escuchando desde 2002. De hecho, se han dado reubicaciones internas en el territorio, que es sacar a una comunidad o un pueblo que está cerca de una ciénaga a un sector alto de La Mojana. Cuando se habla de reubicación la gente no lo piensa bien, porque técnicamente es trasplantar pueblos. Es sacarlos de un territorio en donde tienen raíces y donde hay una conexión espiritual con su tierra”.

En este punto Pava también reconoce que en el pasado se han cometido errores y que este proceso no consiste solo en entregar casas, sino también “en crear las condiciones para que las familias tengan oportunidades laborales y un espacio en el cual puedan desarrollarse”.

¿Serán suficientes estos cambios para enfrentar las inundaciones? Tanto Vilardy como López coinciden en que nada de esto será posible si estos nuevos enfoques no están atravesados por un cambio cultural. Se trata, en esencia, de superar la fuerte herencia que dejó la Colonia del desprecio por los territorios del agua y “reconciliarse”, como explican las biólogas, con la Colombia anfibia. Esta reconciliación, concluyen, también pasa por reconocer que desde antes de la Colonia existían pueblos indígenas y comunidades que vivían alrededor del agua en ese 30 % del territorio que es humedal. Como los zenús, que, como apuntaba Álvarez desde La Mojana, supieron organizarse y construir sus viviendas en uno de los complejos de humedales más grandes que tiene el país.