Marcelino Quijano y Cuadra es un popayanejo nacido en 1920, excéntrico, anacrónico, estrafalario, heredero de una fortuna que le permite alejarse del mundo y dedicarse a un extraño oficio: crear ficciones, pero sin ser escritor o novelista.

La mayor parte de su vida la pasará en Europa y, después de innumerables aventuras, el anciano Marcelino se retirará a una pequeña población italiana y abandonará su oficio.

Por otro lado, en 1988, a kilómetros de allí, en Tunja, el embajador de Bélgica de la época y el gobernador de Boyacá firmaron un armisticio que puso fin a un conflicto que comenzó en 1867, cuando el presidente del entonces Estado Soberano de Boyacá, general José Santos Gutiérrez, le declaró la guerra al Reino de Bélgica. La declaratoria hace parte de una leyenda que no tiene ningún soporte histórico, pero, por extraño que parezca, la firma de la paz sí fue un hecho real que tuvo amplia difusión en los periódicos colombianos de la época.

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¿Qué tiene que ver Marcelino Quijano con el armisticio entre Boyacá y Bélgica? Esta pregunta es la trama de la nueva novela del historiador y escritor Juan Esteban Constaín, llamada ‘Cartas abiertas’. Un libro que combina de manera magistral hechos reales inverosímiles que casi rayan en la ficción con una trama ficticia.

Diario Criterio habló con él, no solo sobre su novela, sino sobre su pasión por los hechos anecdóticos, la cultura epistolar, el lenguaje incluyente y la guerra y la paz en la literatura.

 

Cartas abiertas’ de Juan Esteban Constaín

 

Diario Criterio: ¿De dónde salió la idea del libro?

Juan Esteban Constaín: Yo había escrito tres novelas inspiradas en personajes y sucesos históricos. Fui muy feliz con esas novelas, las desfruté muchísimo, pero en la última, ‘El hombre que no fue jueves’, que trata de Chesterton, sentí que ya había hecho lo que quería hacer y que cualquier otro esfuerzo en ese mismo camino iba hacer una repetición. Quería soltarme del borde de la piscina y contar otra historia con un peso mayor de la ficción.

En 2015, un amigo muy querido me mandó una noticia de Argentina para que escribiera una columna. Era la historia de Marcelino, un cartero de la provincia de Córdoba al que la policía le allanó su casa por la sospecha de que era un expendio de drogas.

Tamaña sorpresa se llevó cuando encontraron miles de cartas que el tipo nunca entregó. Lo apresan y le preguntan qué hacía con las cartas y él da una explicación bellísima. Y es que su suegra, una gran lectora de ficciones, se ha quedado ciega, entonces, para hacerle más llevadera la ceguera, él abre las cartas y empieza a husmear las ficciones de los demás. Esa figura de un cartero y una ciega leyendo cartas ajenas se me hizo poderosísima.

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Diario Criterio: En una época en donde las cartas no tienen mayor valor, ¿por qué escribir una novela sobre este objeto en vía de extinción?

J.E.C.: La historia del Marcelino me inspiró para contar una novela sobre la civilización epistolar que se está muriendo y sobre un personaje que se dedica a abrir cartas ajenas, pero no solo para husmear en ellas, sino para ver si alguien está padeciendo una tragedia e intervenir. Ese es el punto de partida y de ahí en adelante me obsesioné con el asunto de las cartas, tanto que abandoné una novela que escribía sobre los escritores en la Primera Guerra Mundial.

Diario Criterio: Uno de los hilos conductores de la novela es la declaración de guerra del Estado de Boyacá al Reino de Bélgica en el siglo XIX y la firma del tratado de paz casi 150 años después. ¿Cómo encontró esta historia?

J.E.C.: Hace muchos años, había oído de boca de un gran amigo el cuento de la presunta guerra, en tiempos de los Estados Unidos de Colombia, entre el Estado Soberano de Boyacá y el Reino de Bélgica. Quedé con la intriga de saber sobre esa leyenda. Me ocupé de ese tema por puro ocio y por curiosidad, pero nunca encontré nada. Hay artículos de prensa que repiten y cuentan la leyenda, pero no hay ningún testimonio real.

Alguna vez, buscando algo sobre el secuestro de Álvaro Gómez, que fue en mayo de 1988, en el archivo de El Tiempo, vi la noticia de que un embajador belga en Colombia, llamado Willy Stevens, se había lanzado de manera delirante a hacer un armisticio entre su país y Boyacá. Y en la noticia estaba el relato de un viaje en tren que el tipo había armado a Boyacá con todo el cuerpo diplomático presidido por el nuncio y por un expresidente de la República para firmar la paz. Un absoluto delirio, el surrealismo mágico en toda su expresión.

Juan Esteban Constaín se basa en la noticia real de la firma de un armisticio entre Bélgica y Boyacá ocurrida en mayo de 1988.

Diario Criterio: Aparte de la historia del ladrón de cartas y de la guerra entre el Reino de Bélgica y el Estado de Boyacá, la novela desarrolla varias microhistorias basadas en hechos reales. ¿Qué tanto hay de ficción y que tanto hay de verdad en esas microhistorias?

J.E.C.: En esta novela hay una convivencia desbordada entre la realidad y la ficción, porque lo que yo ahí cuento que parece más ficticio es lo que tiene un sustento más sólido en la realidad y en la historia. En cambio, muchos de los elementos que parecen más rigurosos e inspirados en la realidad tienen que ver más con la invención. Cartas abiertas tiene un barniz de surrealismo, inspirado en la realidad al punto de que todas las imágenes que ilustran el libro son reales. Los recortes de periódico, las fotos, todo está sacado de archivos.

Diario Criterio: ¿De dónde sacó esas microhistorias, como la del actor de Hitler que engañó a Franco?

J.E.C.: A mí me gustan las anécdotas, esas historias reales que parecen inventadas y me gustan los personajes raros y curiosos. Quería esa fascinación por la realidad en la que uno no atina en reconocer la frontera entre lo verdadero y lo inventado alimentara a Cartas abiertas.

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Diario Criterio: El libro comienza con una anécdota de la Primera Guerra Mundial, la mayor parte de la trama transcurre en la Segunda Guerra Mundial y la trama principal habla de la guerra entre Boyacá y Bélgica. Parece que usted tuviera una obsesión por la guerra…

J.E.C.: Cartas abiertas es un libro sobre la guerra y la paz. Aunque el conflicto entre el Reino de Bélgica y el Estado de Boyacá y la firma del armisticio es una parodia, al final sí está muy claro, que la guerra como metáfora de lo humano es la más elocuente que puede haber. Yo no tengo una obsesión consciente por el tema, pero al escribir este libro, sí descubrí que es una sombra de la que no nos podemos deshacer y menos en un país como Colombia. Querámoslo o no, vamos a llegar ahí por muchas vías, porque la literatura colombiana también es un intento permanente para exorcizar y entender el destino trágico de la violencia.

Siempre pensé que la obsesión por la guerra era literatura colombiana, era una pose medio forzada y heredada. Y en lo que yo había escrito antes no aparecía del todo, pero en este libro sí porque no deja de ser muy simbólico que la guerra entre Boyacá y Bélgica sea la única que gane Colombia por ‘W’ y sea el único acuerdo de paz que funcionó de verdad.

 

Diario Criterio: Su libro anterior fue un ensayo biográfico de Álvaro Gómez y ahora vuelve con una novela. ¿Cómo fue la transición de escribir un libro histórico a una ficción?

J.E.C.: A mí me gusta mucho más escribir novela porque me da una libertad ilimitada para hacer y contar lo que yo quiera. Entre otras, Cartas abiertas la empecé a escribir antes que el libro de Álvaro Gómez, pero su escritura fue muy lenta porque no tenía la trama clara y en un momento sentí que había como una cuerda desafinada y preferí dejar el texto en remojo y fue cuando se me atravesó la conmemoración del centenario del nacimiento de Álvaro Gómez. Me lancé a hacer lo que pensé iba a ser un ensayo muy corto, casi introductorio de las obras selectas del dirigente conservador, pero que se me salió de las manos y se volvió un libro.

Cuando lo terminé, llega la pandemia y, al calor de la cuarentena, retomé las peripecias del doctor Marcelino Quijano y Cuadra. Y ahí si cogí lo que los pilotos llaman velocidad y de crucero. Rehíce parte de lo que tenía, ajusté unas clavijas y fue el momento en el que tomé la decisión de juntar lo de Bélgica y Boyacá con lo de las cartas.

Diario Criterio: Usted habla de que ‘Cartas abiertas’ es un homenaje a la cultura epistolar que está a punto de acabarse ¿Qué importancia tuvo o tiene esa cultura en la humanidad?

J.E.C.: Buena parte de la historia humana transcurre en sus cartas. La carta como dispositivo de la memoria de la vida cotidiana, de los sentimientos de la gente, del poder y de su lado oculto es insuperable. Uno de los aspectos esenciales de esta revolución digital que hemos vivido es la transformación de la civilización epistolar por otras vías como el correo electrónico y los mensajes de texto.

Las cartas de papel implicaban una serie de rituales que fueron muy importantes para la conexión de lo humano de un lado a otro de la tierra. La carta no solo tenía palabras, era una portadora del aire y el mundo del remitente. Todo tenía que ver con ese mundo, el tipo de papel, la tinta, incluso, en las cartas se encuentran pétalos de flores, insectos disecados y muchas cosas más. Hay un anecdotario inagotable en torno al universo epistolar que es un punto de partida de esta novela, pero no quería hacer una novela epistolar, quería hacer un homenaje al mundo de las cartas sin caer en una novela epistolar.

Diario Criterio: ¿Pero, en verdad, está a punto de desaparecer la cultura epistolar? Le pregunto eso porque hace uno años todos los expertos vaticinaban el fin del libro físico y fíjese que no sucedió…

J.E.C.: Yo creo que la pandemia fue una reivindicación brutal de la cultura escrita porque devolvió a la humanidad a una etapa de su historia en la que los relatos se convierten en un consuelo y un refugio. Durante los momentos más duros de la cuarentena se vendieron más libros que nunca en los últimos diez años. Un amigo librero me dijo que estaban vendiendo muchos libros filosóficos de los años treinta y cuarenta del siglo pasado. Pero lo interesante del asunto es que los compradores leían el título y compraban el libro creyendo que con su lectura iban a encontrar sentido a su vida como si fuera literatura de superación personal.

Yo no soy tan agorero. Había un sociólogo y sabio que escribió unos libros sobre la revolución digital sin estigmatizar lo nuevo (porque ese conservadurismo de exaltar el mundo letrado frente a lo nuevo, esa mojigatería lingüística de perseguir a los demás por cómo hablan es perverso), dijo estamos volviendo al mundo de las tablillas babilónicas y de los jeroglíficos. Es interesante pensar que hoy estamos mentalmente más conectados con Sumeria o Egipto para entender su lenguaje. Esa perspectiva me parece interesante.

Diario Criterio: Usted es un escritor que sabe latín y griego y que proviene de Popayán, de la cuna de la cultura grecoquimbaya. Aun así, usted está en contra de lo que podría llamarse la corrección lingüística. ¿Por qué está en contra de esa obsesión que hay en algunos sectores por el correcto uso del idioma?

J.E.C.: Tengo una vocación anárquica. A mí me agobia y me enfurece el uso y el abuso del conocimiento como un instrumento opresivo y de humillación. A mí todo eso me ha ofendido y me parece una deshonra que algo tan bello y generoso como el pensamiento y la cultura sean usados para marginar y aplastar a los otros. El que usa la cultura para pisotear a los otros no ha entendido nada.

No es que yo crea en la bancarrota del idioma, pero también me parece innecesario y absurdo volverse uno un custodio arbitrario de una presunta pureza del lenguaje que no existe. Además, no es algo importante en la vida de la sociedad. A mí esa mojigatería y ese fundamentalismo en torno a la alta cultura y al idioma men parece algo perverso. Creo que hay valores mucho más dignos e importantes para exaltar.

Diario Criterio: En ese sentido, ¿qué opina de la polémica que surgió en torno a las palabras nadies y mayoras, utilizadas por Francia Márquez?

J.E.C.: Es el reflejo de cosas mucho más profundas y graves, como el racismo. A mí me parece que es mucho más valioso el símbolo de una mujer negra ocupando el lugar que hoy ocupa en nuestra sociedad con tanta inteligencia. Esto es más importante que los debates sobre el idioma.

Diario Criterio: ¿Qué significa que en la campaña se hable de mayoras y de nadies o, para decirlo de otra manera, que se hable de una manera heterodoxa?

J.E.C.: No me escandaliza ni me molesta. Tengo grandes amigos que viven atormentados con ese fenómeno y se rasgan las vestiduras y tienen una postura muy clara y firme. A mí me parece que ese no es un problema. Es equivocado sobredimensionar algunos aspectos superficiales del fenómeno de la forma de hablar. Uno escribe y habla como puede y quiere, además de que refleja el transfondo de todo su universo en términos económicos, sociales, culturales.

Uno no puede determinar de manera arbitraria que lo propio es puro y que lo ajeno es impuro porque la evolución de la lengua le debe más a las impurezas que su pureza. A mí me gusta eso. Yo no veo por qué hay que sufrir por los quiebres y heterodoxias del lenguaje incluyente. Vivir la vida como una beata escandalizada por la evolución natural de la sociedad teniendo tantos conflictos que hay, me parece absurdo.

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Diario Criterio: Usted dice, quizás de manera satírica, que el único acuerdo de paz que se ha cumplido en su totalidad es el firmado entre Bélgica y Boyacá. ¿Es posible que en algún momento de la historia del país haya un proceso de paz tan exitoso como el que acabó con una guerra de más de 150 años con una nación extranjera?

J.E.C.: Me gusta pensar en que Cartas abiertas va a quedar como referente de la paz en Colombia. Sería bello que este delirio literario de una paz que se hizo a partir de una guerra que nunca existió fuera un ejemplo. Este armisticio, muy real, honra a la paz como ideal humano.