Por: Alejandra Ramírez Valbuena

Se rompió el silencio con los aplausos, una algarabía propia de fiesta. Encendieron las luces y los títeres seguían con vida. En el teatrino gigante, de aquella vieja casa en el centro de Bogotá, se escucharon risas hasta el final de la función. César Santiago Álvarez salió a saludar a los espectadores. Él no iba sólo. Él no era la sensación. Muchos niños esperaban en la puerta para ver a Tato, al muñeco, al niño, al héroe.

–’¡Chapeau les artistes!’– Exclamó el francés Jean Sutter, después de asistir a la obra ‘Los espíritus Lúdicos’ con su hija de cuatro años, que veía con fascinación al muñeco.

Tato la miraba con esos ojos saltones e intensos. Le tocó el cabello a la niña y la abrazó para la fotografía que tomó su padre. Por unos momentos, ella olvidó que estaba con un muñeco.

–Esa es la intención del titiritero, que uno desaparezca y que el espectador vea la vida del títere. Es mágico.– César me lo comentó en privado días antes de la función.

Cuando se cerró finalmente el telón, después de las fotografías y los agradecimientos, el artista fue a un lugar en lo profundo del teatro, para volver a ser él. Tato y César son dos personas distintas. El titiritero dice que es una disección en el alma. Su títere es utopía.

La fantasía ha vivido por 43 años en el teatro la Libélula Dorada. En la carrera 19 # 51-69 los curiosos encuentran una vieja casa de dos pisos, cubierta casi en totalidad por enredaderas, con barrotes azules en las ventanas y una libélula metálica, de casi dos metros y medio, que flota sobre las cabezas de los bohemios que entran al espectáculo.

Junto a la taquilla, debajo de la libélula, una vieja puerta se abrió para que artista y obra subieran a la sala de partos. Esta es una habitación estrecha, llena de bocetos, pinturas y yeso, con un piso en madera que cruje como expresión de los años que ha existido. Ahí nacen ideas y se materializan sueños.

Se sentaron César y Tato a conversar junto a la ventana de la habitación. La libertad de Tato existió por unos minutos. Miró a su creador de forma curiosa. Imagino que se preguntó cuántos años habían pasado. La piel de César estaba arrugada; y su largo cabello, más blanco.

Yo nací en un momento en que mi creador, un titiritero, ya tenía algo de recorrido; y pienso, cierta madurez. Podría decirse que nací de forma cómoda, aunque mi casa en la carrera novena con calle octava se encontraba en medio de un gran conflicto.

La voz de Tato es única. Cuando habla, con tanto desparpajo, asemeja el sonido de los platillos de una batería: agudo y estruendoso. Pero, hay algo que raspa su garganta; la voz de César. Cuando el titiritero habla, se revela la madurez que, durante 66 años, obtuvo. No hay atisbo de terquedad, solo sabiduría y paz; esas dos amigas de la vejez.

El muñeco no es tan inocente como aparenta, su origen no fue sencillo. En 1983 su mundo se encontraba inmerso en la miseria de la Calle del Cartucho de Bogotá. Un universo sumergido en los olores fétidos, las casas de ladrillo y adobe, el vandalismo y las drogas. Pero, así nació el arte.

El títere ha tenido la posibilidad de jugar por muchos años. Él es, y siempre será, la infancia del titiritero: los juegos entre hermanos, las travesuras y la escapatoria de las golpizas de los padres. Pero, hay algo que el títere no sufrió: la orfandad.

“A mí me tocó trabajar desde muy joven. Hice muchas labores: fui mensajero, cobrador de algunas empresas, trabajé en La Registraduría… trabajos ocasionales. Iván Darío era un estudiante. Yo tuve que dejar el estudio y ponerme a trabajar”.

Cuando murieron Doña Ofelia y Don César Augusto, sus padres, él tenía 11 años. El arte se convirtió en una escapatoria. El camino trashumante de los titiriteros, los juglares de la verdad, se encontraba lleno de sorpresas.

–¿Cómo se siente ser un títere? –pregunté con el motivo de escudriñar en el interior del artista.

Tato miró a César, después me miró a mí. Giró la cabeza con curiosidad y soltó:

“Ser un muñeco es difícil. Un día te sientes libre, otro día eres consciente de que tus labios articulan palabras que no son tuyas, que tus brazos se mueven por unas varillas. ¡Pero, igual eres libre!”

– ¿Es autónomo?, ¿usted es distinto a César?

– Claro que soy distinto. ¿No ve que soy un sueño?

Tato empezó a reírse. Miró su cuerpo. Creo que se sentía confundido. Vio a César con cierto recelo. Las marionetas son las únicas obras que pueden amar y odiar a sus artistas. César es como un dios. Es la persona que le da vida, pero también es su limitación.

El títere es ajeno al artista, no muere con él. Sergio Londoño (1914-1944) fue el primer titiritero de guante en Colombia. Es decir, el primer hombre cuya mano articuló los movimientos de un ser irreal: un muñeco. Manuelucho Sepúlveda, la mera astilla remediana, era un muñeco que encarnaba la cultura colombiana y la triste vida del campesino en un país en guerra. Entre chiste y chanza, por Manuelucho se vislumbraba un modo de ver la realidad. Por eso, el teatro de marionetas sigue vivo, aunque ya no son las mismas historias errantes.

El actor Bernardo García, mejor conocido por su papel en la película ‘El Man, el superhéroe nacional’, dice que aprecia mucho más las marionetas que algunos actores que ha conocido porque aportan a la imaginación con su pedagogía creativa. Incluso, dijo que los hermanos de La Libélula Dorada eran los mejores titiriteros de Colombia. “Cada obra es un viaje. El titiritero es actor y director. Su marioneta cobra vida propia en el escenario”.

El titiritero desdobla su alma en cada espectáculo. César es Tato. Y Tato es una idea. Es la posibilidad de alcanzar esa utopía con la que soñó el titiritero de joven.

La injusticia es la idea detrás de sus creaciones. La Revolución Cubana y los fuertes movimientos de izquierda que afectan el pensamiento social a mediados del siglo XX, fueron como un despertar para la rama artística colombiana. Fue una época de largas cabelleras, grandes ideales, marihuana, rock n’ roll y unas ganas indomables de cambiar el mundo.

“Las marionetas son ideología, significan mucho más que su titiritero en ese sentido. Ellas transmiten diversión y risas. Pero son mucho más. El teatro es un acto ritual”– afirmó César Santiago Álvarez con convicción.

El arte enriquece más el espíritu que el bolsillo. A César no le interesa volverse rico con su oficio, sabe que tener su propio teatro, desde 1976, ha sido una ventaja enorme frente a otros grupos de titiriteros que han surgido en el país. Las personas pagan 25.000 pesos colombianos por entrar a ver las obras de la Libélula Dorada. Tener un teatro de títeres es un beneficio.

En el 2017 el Ministerio de Cultura en Colombia invirtió aproximadamente 16 mil millones de pesos en infraestructura para teatros. Actualmente, en Bogotá existen cinco salas de teatro de títeres, todas de carácter privado, con un total de 690 sillas para espectadores, según informó IDARTES (2014).

Pero, la mayoría de los grandes grupos de titiriteros en Bogotá nacieron en las calles de la capital. Esa era la labor errante del juglar, de contar historias para los caminantes. “Hace años, los títeres tenían un sentido importante y un mensaje en su cuento, relato o leyenda”, recordó Alberto Chacón, ingeniero de sistemas que ha trabajado más de 18 años en el Centro Internacional de Bogotá. Todos estos años ha caminado por la carrera séptima, antiguamente conocida como la calle real, para ver ese cambio en el mundo artístico de los titiriteros.

“Recientemente, vi en la séptima muñecos muy bien armados, aunque hacen entretenimiento por dinero; cantan y bailan. El transeúnte ya no para a conocer y aprender sus historias, solo ve una parte muy pequeña”.

Para ser titiritero hay que tener historias por contar. Tener una voz que desee ser escuchada. Cuando se tiene esa magia, el principal problema no es el presupuesto, sino la poca gente que aún le interesan los teatros de títeres. Según datos del DANE (2018), de los 4 millones de niños, entre los 5 y 11 años, encuestados en el 2017, sólo el 17.31% fueron a obras de títeres en lo corrido del año. Es importante tener en cuenta que de los 25 municipios distintos, el 34.21% de los niños no fueron a ninguna expresión artística en todo el año.

Y es que el teatro de marionetas no es un mundo nada sencillo. Como dijo el muñeco; es un sueño. Hablar de anarquía y pensar en un mundo mejor no hizo que César Santiago cambiara su realidad, pero su títere ha logrado transmitir ese mensaje. Tato cambia el mundo todos los fines de semana, cuando aporta una sonrisa en la vida de su público.

“Siento profunda admiración por la forma en que (los hermanos César e Iván Álvarez) crean una obra rasgo por rasgo. Son personas humildes y generosas. Además, tienen una actitud crítica frente a la vida”, comentó el poeta Santiago Mutis, amigo cercano de la familia de César Santiago Álvarez. “Es un trabajo admirable”.

Cada parte del muñeco es pensada para formar su personalidad. Los hermanos Álvarez han logrado algo único en su teatro: la revolución de los títeres que, por instantes, tienen consciencia y memoria.

–Ya me tengo que ir –dijo el muñeco–. Pero, algún día cambiaremos las reglas del juego.