Llevo cuatro años soltera después de una relación de más de 10 que se encadenó a otra de 5. Eso suma unos 20 años lejos del mundo de las citas. Y mientras yo me movía de la relación consagrada a la soltería empedernida, el mundo se enamoró por Internet. 

Hace unas semanas decidí entrar a Tinder. Duré conectada una semana, pero sólo navegué un par de días. No niego que rechazar a la carta, fue embriagador. 

La plataforma, que habla en inglés, me fue acomodando con posibles enamorados, llamados ‘match’. Hubo una segunda oportunidad para Tinder porque de primerazo conocí a un tipo culto, decente y divertido. Una mezcla difícil, hay que reconocerlo.

En la segunda entrada, me encontré con una pila de “hola cómo estás”, todos sin tilde, sin coma vocativa y sin signos de interrogación. Saludé a un tipo que decía “interesado en astrología” y resultó que no tenía idea sino del sol. Intenté hacer conversa con otro que decía “amante de la comida italiana”. Cuando le pregunté por su plato favorito, me respondió que las salsas. Así que ante la sospecha del bluffing, indagué por la salsa favorita. Bechamel, dijo. ¡PLOP!

Como cualquiera sabe, la bechamel es francesa, así que se molestó por la aclaración. Me mandó el siguiente mensaje: “Me parece muy bien que sea tan experta, toda una intelectual”. No hubo sexo.

De repente, un tal Luis, que luego dijo que ese era su nombre falso, empezó a confesarme que su preferencia sexual era ser penetrado por mujeres u hombres, pero que era superheterosexual. No quise cuestionar esa paradigmática mirada a la orientación sexual, pues ya me habían regañado por aclarar la nacionalidad de una salsa. Me pidió hablar por whatsapp, que es como ir a una habitación privada.

Al día siguiente, el tal Luis me saludó temprano en la mañana y me preguntó si era profesora. La conversación abruptamente desencadenó en insultos. Cuando afirmé que los profesores no estamos para transmitir información, dijo que si algún profesor le “hubiera salido con esa güevonada lo habría mandado a la mierda”. Tocó bloquearlo.

Y así acabó Tinder en tiempo récord en el trasto de las aplicaciones inútiles. Lo curioso es que al día siguiente me topé con un artículo de Candace Bushnell (autora de ‘Sex and the city’ y quien también hizo el experimento después de separarse), donde dice: “Lo que fue interesante sobre Tinder fue que todos estaban utilizándolo, pero a nadie parecía gustarle. ¿Es así como la tecnología dominante funciona? ¿A nadie le gusta, pero todos estamos obligados a usarla?”. Y sólo con eso dejé de sentirme tan sola.

Por Sandra Oróstegui