Corrían las últimas semanas del año 1947 cuando en el periódico estudiantil “Ecos del Pinillos”, en Mompox, se publicó un ensayo escrito por la mujer que en un futuro sería recordada por todo un país como ‘la Gaba’. Un texto corto en el que plasmó su sentir y el valor histórico socioeconómico que tenía hasta ese momento la mayor vena de agua dulce del país.

“…río Magdalena, la arteria del comercio fluvial colombiano, el RÍO MADRE de nuestra Patria. Paupérrimas resultan estas palabras para expresar, como son mis deseos de hija de esta querida MADRE NACIONAL, la importancia de este grandioso baluarte”, escribió Mercedes Barcha entre el segundo y tercer párrafo de su inspiración.

Pero, entre lo humildes o escasas que considerara sus propias palabras, aquella joven de 15 años era total voz legítima de describir la ‘Importancia del río Magdalena’,  el mismo que la vio nacer en Magangué el año de la guerra colombo-peruana, dada en territorios entre los ríos Putumayo y Caquetá.

Más ahora me pregunto, ¿qué habría sido de ese ensayo si se hubiese escrito en estos tiempos de pandemia? Lamentablemente, la viuda del nobel Gabriel García Márquez falleció en el año del coronavirus, a sus 87 años, por lo que una nueva versión no será posible desde su pulso; pero, arbitrariamente podemos hacer un imaginario de lo que pudo ser, o basados en sus letras tomar un inicio para nuestro fin.

Estando una semana entera en la depresión momposina, me doy cuenta de que el comercio sobre el río Magdalena, los paseos para turistas sobre embalses que se dejan llevar por la corriente, el cruce de costa a costa en chalupas para conectar con los pueblos del Bolívar y el Magdalena, dan prueba de que Mompox y sus aledaños siguen teniendo, gracias al gran caudal, su fuente de vida.

Por tanto, al caer en cuenta sobre mi sueño despierto, entendí que durante el tercer pico de la COVID-19 en el país, Mompox fue una excepción al virus por aquellos días, pues como lo introdujo Gabo en boca de José Palacios para expresarse ante el ya agonizante Libertador Simón Bolívar, en ‘El general en su laberinto’, “Mompox no existe. A veces soñamos con ella, pero no existe”, y ahora lo entiendo.

Fue Semana Santa el tiempo para que todos aquellos viajeros que habían estado sin salir encontraran en Mompox el lugar soñado y el descanso para sus penas, penas que se derretían junto a cada gota de sudor por los 36 °C promedio diarios de temperatura, pero que les permitían limpiar el cuerpo del eterno confinamiento. Sensaciones que sin ser un forajido de lo ocurrido, así pude sentir.

Caminar por la extensa albarrada, a la sombra de los árboles de mango, mientras se observa en el camino a parejas de la mano y a niños con sus familias admirar las fachadas de cada casa colonial, se permite vivir la libertad de los días pasados antes de la llegada del gran parón. Aun cuando dentro de ese limbo e ilusión mágica solo existiera un accesorio que me golpeara con la realidad, la inseparable máscara quirúrgica.

Pero de lo contrario, los días durante la Semana Mayor pasaron desapercibidos a la emergencia sanitaria, siendo tan distintos a lo que, seguramente, miles de los allí presentes pudieron haber tenido meses atrás; y es que mientras se soñaba despierto a la orilla del río Magdalena, el resto del mundo seguía bajo el temor de nuevas pérdidas, tanto personales como materiales, debido a la nueva ola de contagios.

Sin embargo, dentro de ese municipio de 249,18 millas cuadradas, las personas se dieron la oportunidad de creer en que se puede tener una vida en paralelo a una crisis de tal magnitud, pues junto a la misma línea que representa la satisfacción que unos sentían al salir de sus casas, también existió un gozo para quienes los recibieron con lleno total de su capacidad hotelera. 

¿Cuál será el saldo a cobrar por parte del virus? No lo sabemos. Solo hasta conocer las nuevas cifras que en lugar de vidas, se convierten en datos que los gobernantes usan para mirar qué tan bien o qué tan mal se llevaron a cabo las medidas preventivas.  

Mientras tanto, sí puedo decir que nunca desapareció la religiosidad ni las creencias arraigadas de un pueblo fielmente católico, que sin ser desprendido a los protocolos de bioseguridad asistió a las siete iglesias que conmemoraron por separadas, pero bajo una misma fe, los días de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.  

Un tiempo beatífico tan radicado en el aura de un pueblo que hasta el mismo cielo lo sabe, y que junto a sus nubes no deja de asistir a cada día santo, porque como entre momposinos se dice, no hay Viernes Santo que no llueva. Ni Jueves Santo que los muertos dejen de recibir una solemne serenata de música sacra interpretada por la banda local.

Pero hasta aquí llegan las palabras de ese sueño, que entre bien y mal soñado, tuvo un viaje sobre el Magdalena, en tiempos de una regeneración completa de fe cristiana y pesares mundanos de una vida cotidiana que sobre estas aguas lanza manotazos de auxilio para seguir sobreviviendo. 

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