Se cumplieron 21 años de la “clásica masacre de paramilitares” que ocurrió en el corregimiento de El Salado, Bolívar. Sí, como la calificó el tolimense Alfonso Gómez Méndez, quien por aquellos tiempos fuese fiscal general de la nación, luego de recibir un informe del CTI de que no se trató de un supuesto combate.

Ahora, dos décadas después, me tomo la libertad de reconstruir dicha frase tomando por clásica la insensibilidad que perdura en gran parte de la sociedad colombiana hacia quienes padecen el dolor de la guerra, empezando por todos aquellos que en lugar de hacer germinar paz, sembraron muertes que hoy se recogen como frutos podridos en amplios terrenos regados de sangre:

Hay que sepultar las clásicas narrativas superficiales y normalizadoras de hechos que ablandan la opinión pública.   

Algunos, siendo reflexivos, podemos ser conscientes de que la ley colombiana ha sido condescendiente con los culpables del horror y el llanto, ese horror y ese llanto que nos arropa, nos asfixia y de los que no hemos podido escapar aun sin ser víctimas directas, pero sí siendo empáticos en dirección a quienes lamentablemente lo han tenido que padecer, como lo son cada uno de los vulnerables campesinos, que a través de la historia han sido convertidos en cuentas de cobro de un conflicto armado en el que poco y nada tienen que ver.

Pero, no será esta la columna en la que se hablará de cifras y otros números que solo estandarizan la realidad y agrandan el morbo por saber qué tan grande o neurálgico pudo ser el hecho, que a pesar de ya conocerse por muchos, sigue siendo ignorado por otro poco.

Por ejemplo, al día de hoy, cuando a dos hermanos saladeros les preguntan por su lugar de nacimiento automáticamente reciben por réplica que son del pueblo donde hubo una matanza; y es así, no existe otra referencia o bien sea positiva para referirse a una comunidad a la que recientemente le han vuelto a caer amenazas de muerte. Razón por la que los nombres de los parientes aquí mencionados serán reservados. 

En charla con ambos, me cuenta el mayor que a la edad de seis años su abuela se lo llevó hacia Barranquilla, dejando a sus demás familiares atrás mientras lograban escapar de la barbarie que se avecinaba, entre ellos su hermano que era tan solo un recién nacido.

Ya estando establecido en la capital del Atlántico, él recuerda que nunca le negaron tener conocimiento sobre lo que pasaba en su pueblo y con su familia durante esos seis días de violencia desenfrenada, pero que igualmente a lo lejos pagaron un alto costo.

“Mi abuela quedó con problemas mentales. Ella tuvo que abandonar sus cosas, sus vacas y todo lo que había ido cosechando y sembrando poco a poco”, esto como consecuencia del desplazamiento forzado.

Muchos en aquel entonces huyeron de El Salado sin saber que nunca más iban a regresar y otros preferiblemente no lo hicieron, con la intención de alejarse del mal recuerdo y de lo que para ellos ya representaban tierras ajenas a donde crecieron y habían hecho sus vidas.

Sin embargo, este sobreviviente que he tenido el privilegio de conocer regresó.  Fue en el 2006, cuando con 12 años ese niño volvió a su hogar para reencontrarse con su madre y ver que el hermanito que dejó siendo un bebé ya estaba de la misma edad con la cual él había tenido que marcharse. 

“El pueblo no lo conocía. Estaba lleno de monte, tampoco estaba tan poblado como lo está ahora, no tenía alumbrado público y aún desde las veredas se escuchaban ecos de enfrentamientos y disparos, daba miedo”, recuerda el joven sobre lo que experimentó en su regreso.

Pero, lo más desgarrador estaría después al enterarse que la masacre le arrebató a su familia 14 integrantes, entre familiares paternos y maternos, significando en cada uno un vacío que nunca se podrá llenar y con el cual toca seguir viviendo. Siendo esta una información que a duras penas saca de entre dientes y con la cabeza gacha.

Después de aquello, “el pueblo nunca volvió a ser el de antes”, así como lo expresa la madre de estos dos hermanos saladeros. Una mujer que por segunda vez tiene que vivir con el credo en la boca a causa del temor de lo que pueda suceder con estos dos hijos suyos que he tenido la oportunidad de conocer, pues el menor de ellos, sin explicación alguna, apareció nombrado en las recientes amenazas y tuvo que marcharse de El Salado sin pensarlo dos veces.  

Resulta que a diferencia de lo acontecido el 23 de diciembre de 1999 cuando a los saladeros y saladeras les llovieron volantes arrojados desde un helicóptero, en los que les “invitaban” a disfrutar de las fiestas decembrinas porque esas serían sus últimas, en el 2020 las festividades las pasaron sin ningún aviso de ultimátum; sin embargo, cantar que “más alegres los días serán” terminaría siendo un infortunio para algunos. 

No sería sino que transcurrieran dos semanas del presente año para darse cuenta que el terror se actualizó, pues a través de mensajes de texto y audios aparecieron nuevas sentencias de muertes, que para dejar más en claro, se replicaron en panfletos impresos con el logo de las Águilas Negras y las fotos y nombres de quienes serían las próximas víctimas, entre esos el del mencionado hermano.

Ahora, estando ambos alejados de sus raíces, cuidan el uno del otro y tratan de llevar una vida tranquila entre estudio y trabajo, pues el mayor se encuentra terminando una carrera profesional y ejerce su profesión de tecnólogo, para así desde sus posibilidades ayudar a quienes se quedaron en El Salado; mientras que su hermano trata de acostumbrarse a los días lejos de su madre, siendo este el tiempo más largo que le ha tocado estar separado de ella.

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