Por varias razones; una de ellas, es que los momentos de mi vida en que he leído esos libros han sido puntos de inflexión, y su lectura ha sido profundamente significativa. Libro iniciático en mi primer taller literario en la Universidad, por allá en 1989, con el maestro Isaías Peña, fue ‘Para antes del olvido’ (Premio Nacional de Novela Plaza & Janés, 1987), con el que descubrí que la literatura colombiana no solo era realismo mágico o mafia o poesía clásica.

Luego, hacia 2012, leí ‘La luz difícil’ (2011) un libro leído en esos ratos que le robaba a escondidas a mi primer esposo, escondida en el carro, en el garaje de mi edificio, después de mercar: ese ratico era un ‘momentum’ para la lectura, para encontrar esa luz, tan difícil por ese entonces en mi vida. Y después de mi divorcio, cayó en mis manos’Niebla al medio día’, un libro que solo pude leer cuando, superado el desconsuelo post-divorcio, pude nuevamente volver a encontrarme con la tristeza y el dolor sin sentir que moría; pude entonces leer a Doris Lessing, a Paul Auster, y por supuesto, a Tomás González.

Otra de esas razones de ese respeto reverencial hacia la obra de González es su irrestricto “no me interesan los lectores que leen para distraerse, sino aquellos que participan en la creación de la novela o el cuento, es decir, toman los datos que se van dejando y ellos mismos forman la historia”.
Y, por último, porque considero que es uno de los mejores escritores colombianos de todos los tiempos y hubiera querido, para reseñarlo, haberme leído toda su obra.

Y un amigo entrañable me regaló de Navidad este maravilloso libro que es ‘Primero estaba el mar’, la primera novela escrita por González, basada en el asesinato de su hermano Juan en Urabá, y escrita mientras trabajaba de mesero en ‘El Goce Pagano’, uno de esos bares bohemios a los que fui en mis épocas de estudiante de Filosofía y Letras en la Universidad del Rosario.

Tomás se iría a Miami con su esposa Dora, sin haber publicado su novela. Pasaría por Nueva Orleans y se radicaría en Nueva York. La novela, finalmente publicada en 1983, sería nominada al premio ‘Independent Foreign Fiction Prize’ y constituye una obra maestra de la premonición, de esa tragedia que va sobreviniendo de a poco, de la deconstrucción de un hombre que soñó con el paraíso, de la muerte.

Su título proviene del Poema de Creación kogui, que es precioso:

“Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni gente, ni animales, ni plantas. Solo estaba la madre mar. Y ella era agua y agua por todas partes. Era río, laguna, quebrada y mar. Así ella estaba en todo lugar. La madre no era gente, ni nada, ni cosa alguna. Ella era Aluna. Era espíritu de lo que iba a venir: Era memoria y pensamiento. Y cuando la madre existió solo en Aluna, se formaron arriba los nueve mundos.”

Y empieza con la idílica decisión de J., el protagonista, de iniciar una bucólica vida con su pareja Elena lejos del ruido y la ciudad, en algún lugar remoto de la costa Caribe. Sueño que muchos, a los que nos apasiona el mar, hemos tenido y seguimos teniendo…

Desde el principio se advierte que las cosas no van bien. Elena, enfrentada a una pequeña comunidad misógina en donde las mismas mujeres del pueblo son las primeras en excluirla y discriminarla, no solo empieza a no llevarse bien con la gente de la zona, sino que la tensión en el trato hacia los raizales y trabajadores va en aumento, al punto de maltratarlos con esa arma mortal que es la palabra.

J, por su lado va errando su camino: entre el hastío y las angustias económicas, el alcohol se vuelve parte inseparable de su vida y se va hundiendo y hundiendo, no solo en el aguardiente, el ron y la cerveza, sino en un destino inexorable, interrumpido por la llegada de un nuevo mayordomo, Octavio y su familia, hecho que sellará su suerte. El alcohol se convierte en una salida al desespero extremo en un micro mundo, construido lenta y detalladamente en la novela, que, con la partida de Elena, se desmorona entre la suciedad y el descontrol.

Y González plantea la dicotomía vida-muerte como un momento, una consecuencia, una explosión de rabia contenida, un suspiro. “Y ya con eso es menos agobiante si uno logra entender que la muerte es sólo una manifestación intensa de la vida”, dice González.

González, sobrino del filósofo nadaísta Fernando González, de quien fue muy cercano por vivir las familias en fincas vecinas en Envigado (Antioquia, Colombia), nos hace reflexionar en las novelas citadas sobre dos temas esenciales:  la naturaleza (“Nosotros somos la naturaleza. Es imposible crear un personaje sin mostrar la forma como su entorno se manifiesta en él.”); y lo sobrecogedor de la muerte, sobre lo inevitable de su presencia cuando se vive; ella va llegando premonitoriamente. La muerte es un minuto, si, ese desvanecerse impecablemente en manos de la palabra hablada y escrita.

En él, nada es más cierto que la palabra precisa… para González, la parafernalia idiomática es lejana. Ante todo, la economía del lenguaje: “Las palabras son entes muy bellos de por sí, aunque describan ´lo aciago, lo crispante, lo fatal, lo lóbrego”, que dice César Vallejo”

González es uno de esos escritores ‘outsider’ – en Colombia hay varios/as-, para quienes los medios y su fama personal no son relevantes: lo verdaderamente importante para él debe ser que sea “reconocida” su voz plasmada en sus obras, que hablan por si solas. Por eso no es un personaje que veamos en redes sociales, o concediendo múltiples entrevistas: lo veremos hablando en sus más de 10 novelas, en sus cuentos, en su poesía, y con eso nos debe bastar.

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