• Por: Margarita Barrero
  • Tik tok: @Margarita_lindaLamar

Vivir con dignidad. Eso que se ve en la calle, se lleva en la sangre y se aprende en la casa. Eso que les sobra a las mujeres del litoral pacífico, un pedazo de tierra bella y hostil, refugio de los esclavos a finales de 1700 cuando buscaban su liberación.

Más de 300 años después ¿en este lugar de inciertos existirá algún día paz total?, ¿sabemos acaso cuántos criminales comandan estas tierras?, ¿el Gobierno qué les va a dar a las cabezas que tienen semejante economía ilegal montada y pujante? ¿cómo vivir sin miedo? ¿nadie vio las gigantescas dragas entrar? cuando se acabe el oro ¿qué va a pasar? También quiero paz, pero aterrizada y real. La utopía y la ficción populista pueden abrir más laberintos en esta estabilidad inconsistente.

Sí, entre la botella curada, el viche, el oro, las trenzas, la marimba, la papachina, los solares con palma de acai y las melenas de trenzas leónidas se vive dignamente y con música en el cuerpo, pero también con incertidumbre en la calle.

En el litoral pacífico las mujeres merecen un homenaje. Son ellas las que esperan que sus hijos o esposos no sean ese nombre con el que comience la historia de terror, que rompe con el silencio de la noche.

Algunas de ellas, tras su garbo y sabrosura, esconden historias de maltrato intrafamiliar y de violaciones.  Están otras que lideran procesos comunitarios, ponen el pecho y la vida para defender a su comunidad, representan el poder de entidades como hospitales y alcaldías y, desde allí, tejen redes para formular diálogos que gracias a ellas son posibles.

Están las madres que crían a sus hijos solas o mal acompañadas, las que se van a estudiar, pero no olvidan lo que dejaron y vuelven a construir con lo que tienen; las que emprenden a pesar de las dificultades de la región, las que han dedicado su vida a vender el agua de coco o el chontaduro y con eso han mantenido su hogar, las pitonisas y las sabedoras, menos terrenales, muy espirituales, que algún bejuco encuentran para apaciguar las amarguras de su pueblo.

Todas, destinadas a vivir noches en vilo, confinadas frente a un mensaje intimidante, a veces sin cara o nombre, bajo el poder de quien tiene armas. Les queda huir de la tierra ganada con sufrimiento y trabajo o tratar que cada día nuevo no sea el último.

La balacera de la noche anterior se vuelve el chisme del día siguiente. Entonces el relato de la guerra lo crean quienes oyeron, pero vieron poco y optaron por evitar saber más. Al final todos conocen el nombre del muerto y de sus ancestros. Acompañan en su dolor. Cuando pasa el féretro rumbo a la tumba aparece el silencio, el mismo que desgarra en las noches luego del toque de queda, que los obliga a encontrarse con su soledad.

El dolor habita entre lo cotidiano y lo mundano, entre la canción a todo volumen del que pasa con su moto llevando dos parlantes gigantes con ritmos distintos, los que mientras echan gasolina se tiran un paso y retan al otro a que los supere, las que tejen las trenzas en el pelo mientras se van comiendo el pollo del almuerzo y chismosean cuentos de amantes.

El dolor pasa, pero no se detiene. El dolor se carga, no se olvida, se recuerda en esa camisa que es el homenaje al familiar que murió, en ese llanto que se convierte en canción con los alabados que guían a los caminantes al cementerio, a paso lento, ceremonial. Ese andar que se inicia con una foto del muerto, un joven. Para algunos un bandido, para otros un hijo, un familiar, alejado de la mujer que pudo amar, de la familia que pudo tener, del profesional que pudo ser.

No soy yo la mujer, la hija, la estudiante o la madre que se levanta y aparta los ojos y las palabras para sobrevivir e ignorar la minería ilegal, el crimen organizado, los hombres armados, las balaceras, las extorsiones, los desplazamientos. No podría ser una de ellas, no quisiera serlo y desearía que vivir dignamente no fuera ni para ellas ni para mí un acto de resistencia.

Esta es la versión en TikTok de la columna:

@margarita_lindalamar♬ sonido original – Margarita_LindaLaMar

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.