[…] Nacimientos para el alma. Nacimientos que dan vida aún estando vivo. Nacimientos de padres primerizos.

Ser madre principiante es toda una aventura. De verdad. Literal, lo es.

De pequeña siempre anhelé ser mamá. A mis 12 años me veía cargando a dos hijos. Me imaginaba con una barriga tan grande, que imposibilitaría mis caminatas, tanto, como postrarme en una cama sin poder mover un dedo.

Pero qué va. Los embarazos de hoy son diferentes. Ve uno mujeres que a los 9 meses siguen levantando pesas en el gimnasio, muy emperifolladas yendo al trabajo de parto, cabello recién cepillado, cejas pintadas y pestañas divinamente onduladas. Y dice uno. ¿Cómo puede haber tanta belleza ante el dolor y la pesadez de este cuerpo? No joda, caramba.

Que coma bien, que cuidado con una caída, que no coma nada crudo, que evite una una gripa, que el vómito, que el mareo, que las náuseas, que mucho sueño, que los dolores de espalda.

Se siente uno más incapacitado que embarazado. Cree uno que no tiene un bebé adentro, sino una culebrita que lo está enfermando.

Pero el problema mayor no es ese; pasa cuando muchas mujeres, tras el parto, nos miramos al espejo y no nos vemos como se ven muchas en redes sociales: Una semana de parto y cientos de “Me gusta” por aquella foto de un abdomen plano y senos nutridos de leche de una modelo, actriz, cantante o artista.

Dan ganas de llorar, pero nos las aguantamos y nos llenamos de superación personal y de esa fuerza feminista tan insistente últimamente. Un empoderamiento santandereano: arrecho.

Y empiezas entonces a ver cómo te va cambiando un nacimiento. En mi caso, tras el parto, sentía una depresión de ver que había llegado un ser a ocupar todo mi espacio. Que un día era un rayo, como una energía radiante pero fugaz. Que no conseguía bañarme. Ni conciliar algo de sueño.

La razón: llanto, gases, brazos y en resumen de una canción de la cantante ecuatoriana Wendy Sulca que es la tetica: teta de día, teta de noche. Teta pura y viceversa, Pura teta.

Sentía que ese ser se aprovechaba de mí. Ya no había segundos de libertad. Ni tiempo para la pareja. Había horas enteras para quien estaba empezando a conocer.

Y entonces te preguntas si en realidad eso era lo que querías. Y empiezas a extrañar esa vida tuya de antes. De cuando dormías boca abajo sin pedir permiso a tu barriga, de cuando podías moverte a tu manera, cuando caminabas y no te ahogabas, cuando te sentabas y cruzabas tus piernas y no sentías dolor.

Y te cuestionas frente a tanto y por tanto y con tanto.

Hasta que entiendes que los nacimientos te dan vida, que te hacen ver la vida en otras dimensiones, con puntos de vista más generosos, llenos de pruebas, de emociones de equivocaciones.

Que empiezas a ser más fuerte. Más tolerante. Que entiendes de las frustraciones.

Que aprendes a lavarte los dientes, cargar el bebé, cocinar, y hablar por teléfono a la vez.

Aprendes a dar pecho dormida y a despertarte justo antes de que se caiga tu hijo. Aprendes a preparar nuevos alimentos, a ser más sensato, a pensar más rápido, a comer en 1 minuto, a bañarte en 30 segundos.

Entonces pasan los días y ese amor empieza a nacer, como esa flor que se va abriendo para mostrarnos flores con sus formas, tamaños, colores.

Y comprendes que el nacer de tu hijo es tu nacer también.

Y ya el cuerpo no importa. Lo vanal ha pasado a un segundo plano. Lo fundamental ha tomado forma, textura, figura, sentimiento. Eso, disposición para entregar, para crear, para educar, para proteger.

Soltar, vivir; porque con la maternidad fácilmente se olvida el dolor, el agotamiento, la tristeza, la depresión.

Y entonces comprendes, lo que mucho escuchabas: que lo que nunca se olvida es el amor por un hijo que lo puede todo, lo soporta todo, lo resiste todo.

Salud.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.