Lo he de venir. Dirán que tras 14 años de matrimonio ya en la despensa no hay ni Luna ni Miel. Pero se equivocan, por lo menos en mi vida matrimonial y con dos hijos pequeños, aún me llevan a la luna y aún devoramos miel.

Y ojo, porque no hablo que solo sea miel lo que degustemos en nuestro hogar. No. Las sales también llegan deseando amargar nuestro consomé, pero las capoteamos y tan solo las saboreamos, asegurándonos, siempre, de que pasen desapercibidas por nuestras papilas gustativas.

Pero eso hace parte del matrimonio, de una vida en pareja. De encontrar momentos fáciles, situaciones tensionantes y hasta frustrantes, pero con la firmeza de que donde exista un gramo de amor, hay un deseo de superación.

Eso sí, cuando se es pareja y se crea una familia con hijos, la responsabilidad hace que ese camino de hombre y mujer se torne más hacia papá y mamá, dejando en segundo plano la trama romántica y privada de la relación.

Así que decidimos darnos unos días de pareja, para contemplarnos sin prisa, para seguirnos descubriendo, para reafirmar nuestro compromiso; aún con ese vacío que se siente de dejar a los hijos en casa, pero con el entusiasmo de saber que habrán minutos extras para las faenas nocturnas y los cantos pujantes, propios de la luna de miel.

Pero retomemos el significado de luna de miel. En términos coloquiales, es el viaje que se realiza justo después del matrimonio y en el que la pareja consume el acto sagrado. En la mayoría de casos todo se ha consumado y, hasta dirían unos, ahí ha quedado solo el pegado. Y qué importa.

En tiempos romanos, la luna de miel significaba que la madre de la novia dejaba una vasija con miel todas las noches en la alcoba nupcial, a disposición de los recién casados durante toda una luna (mes lunar de 28 días).

Otra versión de Alemania en la edad media era que bebían una mezcla de miel y agua fermentada durante un mes después de casarse, ya que se creía que dicha bebida tenía poderes afrodisíacos.

Otra explicación viene basada en un proverbio árabe. Ellos contaban el tiempo por lunas, donde el primer mes de casados era Mes de miel, por ser dulce y tranquilo, y los siguientes Meses de hielo, perdiendo todo el romanticismo.

Y es que luna de miel es una palabra que suena a placer, a pasión y a desenfreno. Suena a tirar, a retirar y a no dejar de tirar. Suena a cuerpos desnudos recreando formas anatómicas que augura un calentamiento global del seno, del coseno y de la geometría general del cuerpo.

Recorrido por el polo norte y sur, por el oriente y occidente. Guiados por la rosa de los vientos, donde se busca, se encuentra y se expande el placer de sentir cuerpos mojados en amor.

Y nuestra luna de miel dio para más. Para revivir las conversadas sin interrupciones, para recordar que las caricias con calma y sin presión valen tesoro, para retomar el rumbo, aprender lo desaprendido, retomar los caminos y acomodar los tornillos desajustados.

Entendimos que la luna de miel es un bálsamo para la relación, que es un tiempo para seguir tomados de la mano, para continuar escribiendo más historias con el mismo puntal y, ojalá, hasta el último de nuestros suspiros.

Luna de miel.

Besos en torrente.

Vestidos vaporosos.

Miradas que encarnan deseo.

Alboroto celestial.

Que retumbe el taconeo.

Que lo sientan en el piso de abajo.

El jadeo en el piso de arriba.

Pálpitos en una sola sábana.

Y allí estábamos los dos, siendo pareja, unidos a un amor construido, no prefabricado. Un amor real con imperfecciones. Entendiendo que el amor no solo es el que se hace en la cama, también el que se vive y transmite fuera de ella.

Que vivan las lunas de miel de una tarde, de una noche o de varias. Que en ellas quede el amor como una estrella fugaz plasmada en el corazón.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.