Era de no creer. El martes 9 de abril de 2019, la Conmebol anunció desde Río de Janeiro que la Copa América 2020 se jugaría, por primera vez en la historia de la competición, en dos países: Colombia y Argentina.

Un notición que, tanto a futboleros como a quienes no lo son, nos puso a sacar cuentas desde ese preciso instante de cuánto tocaba ahorrar para al menos asistir a un partido, sin siquiera conocer todavía cuáles serían las ciudades seleccionadas para albergar la atractiva fiesta deportiva. O la ilusión de encontrarse con la posibilidad de ver de cerca a jugadores estrellas como Lionel Messi, Neymar Jr., Arturo Vidal, Luis Suarez o los mismísimos Radamel Falcao y James Rodríguez, así fuese mientras salían del hotel de concentración.

Y seguramente así como esas, muchas cosas más nos habrán pasado por la mente, pensando también en los beneficios que nos traería como país organizar semejante certamen de interés internacional, siendo esa la segunda vez que Colombia era escogida como sede, posterior a una Copa América en el 2001 que algunos no valoran deportivamente y otros prefieren olvidar a razón de la crisis social en medio de la cual se realizó.

Pues resulta que hace 20 años, y como pasa actualmente, el país atravesaba días difíciles en los que la violencia y el dolor de patria eran los temas a relucir. Donde los abrazos que importaban eran los de consuelo y desahogo, más no los de alegría por un gol o por coronarse campeón, como al final terminó pasando con aquella selección del profe ‘Pacho’ Maturana.

Quizás por eso hay medios de comunicación, periodistas y demás interesados, enfrascados en hacernos recordar otro tipo de triunfos como haber ganado 0-5 a Argentina en el Monumental o aquel gol de Freddy Rincón a Alemania Federal en el Mundial de Italia 1990, en comparación al único título obtenido por nuestra selección de mayores a lo largo de su existencia.

Digamos que más o menos así es cómo se han encargado de construir orgullo patrio, pero esto es lo que hay detrás de cada pequeño y gran logro que rodea la pelota:

Empecemos por aquel gol de Freddy, a pase de Valderrama, para empatarle sobre el final 1-1 al seleccionado alemán. Paridad que significó clasificar como terceros de grupo a los octavos de final, donde caeríamos 2-1 ante Camerún y con ello también la ilusión de una mejor participación en Italia 90’. ¿El detalle? empatamos con quienes serían los campeones de aquella edición.

Por otro lado está la histórica goleada al seleccionado argentino: la tricolor consiguió clasificarse al Mundial de Estados Unidos 1994 gracias a esa victoria cargada de goles. Cinco anotaciones que en su momento significaron el júbilo deportivo o tocar el cielo con las manos, pero que a lo lejos del Monumental de Núñez desataron lágrimas y desconcierto, no de felicidad.

En los registros está que 85 muertes y entre 900 heridos fue el saldo que dejó aquella noche del 5 de septiembre de 1993, debido a la “celebración” que se vivió a lo largo y ancho del territorio nacional. Un festejo desenfrenado que en el momento también se sumergía entre las aguas turbias del conflicto armado y el narcotráfico.

Disparos sin dirección a gol

En medio de aquella euforia y con una multitud ingenua creyéndose próximos campeones del mundo, llegó el decepcionante golpe que los bajó de la nube.

Colombia pasó sin pena ni gloria por el Mundial de Estados Unidos 94’, siendo eliminada en la primera fase, al quedar última del grupo A: dos derrotas y una victoria. Sin embargo, lo peor estaba por venir.

Jugando contra los anfitriones, el defensor central Andrés Escobar, en el intento por cortar un centro, golpeó el balón hacia propia puerta marcando así el primer autogol de aquella edición y el último en su vida; pues, ‘el caballero del fútbol’ fue asesinado diez días después a causa de varios disparos. Una muerte que puso en luto no solo al fútbol nacional, sino internacional, dejando además una pésima imagen para el país.

Así fueron pasando los años, y mientras el balón rodaba, también se pasaban la bola los gobiernos, al tiempo que la crisis social en el país se hacía cada vez más grande e incontrolable.

Llegó el siglo XXI y con ello la primera Copa América del tercer milenio, nada más ni nada menos que organizada en territorio colombiano. Sin embargo, no todo fue fiesta y color.

Como se habla por estos días en el marco de la pandemia por coronavirus, la Copa América 2001 fue una competición atípica, desde todos los puntos que se le mire: Argentina se negó a participar, Brasil jugó con equipo suplente, Honduras fue invitada un día antes de la inauguración y la Copa estuvo más cerca de cancelarse que de jugarse. ¿Por qué? la violencia era el umbral de los días.

El torneo fue tan extraño que Colombia terminó campeona invicta y sin recibir ni un solo gol. Una participación tan excelsa que al día de hoy seguimos esperando repetir, al menos con el alza de otra copa, no importando cuantas anotaciones en contra se encajen, pero sí dentro de un contexto pacifico. 

Nada cambia

En esa ocasión, cuando colgaba de un hilo la aprobación de Colombia como sede, el presidente de turno dio un discurso televisado dando por sentado que quitarle al país la organización de la Copa era el peor de los atentados y que por consiguiente le arrebataba apoyo internacional en los esfuerzos y la lucha por alcanzar la paz.

Pero, como ya sabemos, la Copa América se jugó y aun así, dos décadas después, los colombianos de bien siguen esforzándose y luchando por alcanzar la paz o estar lo más cerca de ese anhelo.

Ahora, en vísperas de una nueva Copa América, que ya había sido postergada por la pandemia de la COVID-19, el país camina por una situación similar de inestabilidad social, donde el abuso de autoridad, los desmanes, las pérdidas humanas y materiales son el pan de cada día.

Sin embargo, y con tristeza lo digo, el discurso sigue siendo el mismo de hace veinte años: se juega porque se juega y la sede no se cambia.

Tal es así que, según me parece, conocemos la historia y estamos dispuestos a repetirla.

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