Sentarse. Respirar. Tocarse. Mirarse al espejo y ver el reflejo de un ser viviente en casa es más que una añoranza.

Así, cuando el día a día se nos convierte en el presente y en el mismo futuro, debemos aprender a recibir. Saber recibir este confinamiento con la esperanza de que al estar en casa todo se resolverá. Saber recibir esa agua que brota de las nubes. Saber recibir el pequeño rayo de sol que llega a una gélida ciudad. Saber recibir ese apretón de los mismos brazos que por 4 meses nos acompañan.

Saber recibir un pan, en vez de un manjar completo. Saber recibir una llamada o un mensaje, en vez de una visita en casa. Saber recibir una flor, en vez de un ramo completo.

Saber recibir esos detalles sin importar lo grandes, lo costosos, lo lujosos.

Saber recibir el viento que arrasa con las cortinas, ingresa por la ventana y ondea faldas y pijamas de bata de las señoras que barren las casas. Viento que no se comparte en las cuatro paredes de quien convive con la soledad.

Saber recibir esos colores frágiles de nuestro cabello, que delatan la falta de experticia de unas manos. Saber recibir nuestra lasitud, nuestra nostalgia. Nuestro agotamiento. Regocijarlas en el pecho. Apretujarlas. Ampararlas, como niño abrazando su peluche favorito.

Pulzo
Pulzo

Saber recibir la noche, así presumas que el día siguiente nada habrá para sorprenderte. Saber recibir es agradecer. Es respetar el tiempo, el dinero y el pensamiento que alguien invirtió en regalarnos algo. Cuidar y recordar quién nos lo dio. Llevarlo en la memoria. Conservarlo. Eso será un reflejo de la gratitud.  

Saber recibir un consejo, así no lo estemos pidiendo. Saber recibir la familia que tenemos. Los hijos que ya nacieron. Saber recibir los intentos a embarazarse y no culminar en realidad. Saber recibir los que vendrán.

Saber recibir la voluntad. La de Dios, para quienes creemos en Él. La del Universo, para los que ambulan con el destino. Saber recibir ese recuerdo de cuando visitábamos a nuestros familiares. De cuando viajábamos con amigos. De cuando el destino nos pertenecía sin restricción alguna. De cuando éramos dueños de nuestro tiempo, de nuestro futuro. De nosotros mismos.

Hoy, somos más robots que seres humanos. Encerrados huyendo de las tragedias inhumanas. Matándonos unos a los otros por ir en contra de una restricción. Violentando las reglas. Burlándonos de un monstruo invisible que no ha temido a esta raza que se creía perfecta y poderosa, pero que lo único que ha demostrado es ser egoísta ante una tragedia que compete a todos.

Necesitamos saber recibir en esta soledad desgarradora, porque saber hacerlo en este tiempo de guerra es un consuelo que alimenta el alma entristecida de esta lucha humana.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.