Esta columna puede servirle a quien pase por diferentes estados anímicos, es precisa para esas personas que se sienten bien y de golpe y, sin previo aviso, se quedan aplatanados y tristones, quizá por algo que pasó o quizá por algo que no pudo pasar.

Mi relación con la tristeza viene de antaño. No me considero que haya sido una niña triste, ni mucho menos. Por el contrario, creo que las personas que han vivido cerca de mí me habrán asociado mucho más con la alegría, la risa y el buen humor. Lo que pasa es que, como muchas personas, también tengo episodios de gran tristeza que marcan mi calendario. No los he elegido, ni tampoco están asociados a crisis horrendas. Puedo ponerme triste sin más, a veces incluso justo después de haber experimentado una gran alegría. Esto empezó a pasarme cuando me hice adulta y descubrí que, así como me parecía rico contagiar mi alegría, me empezó a parecer importante esconder mi tristeza. Craso error. La tristeza no debe suponer ninguna vergüenza. Es lícito estar triste, es algo que sucede con alguna frecuencia y también significa que estamos manifestando algo con esa emoción. Las emociones, y no las tallas de ropa, son las que nos definen. Hay personas que se ponen tristes y nadie lo sabrá nunca. Y también estamos los que ahora nos dejamos invadir por la tristeza y nos regodeamos en ella, porque hemos aprendido a abrirle la puerta. Eso es lo que considero que se hace cuando alguien importante viene a decirte algo a tu casa.

Con la tristeza he comprendido mejor lo que vale una amiga, lo que importa que alguien quiera venir a verme cuando no estoy en la cresta de la ola, y también me ha permitido conocerme con una lupa serena. La tristeza ya no me incomoda, me resulta una vieja habitante de mi alma, quizá algo más lenta y meditabunda que la alegría. Porque la alegría a veces es un poco maniática, y un poco explosiva, y a mí también me parece que en el mundo está sobrevalorado esto de verse feliz. A los tristes nos evitan como si estuviéramos infectados y no, no es que tengamos nada muy especial, sólo estamos manifestando un dolor.

Existen diferentes emociones y todas se pueden sentir.

A veces estar triste es lo que se espera cuando se pierde la esperanza, cuando se frustra una ilusión, cuando las cosas no salen como queríamos, cuando nos damos cuenta de que el mundo es injusto desde el día en que nacimos (y antes también) y que nuestra existencia cambiará en poco, o muy poco, todo esto. La tristeza es un refugio para recordar, para echar de menos a alguien, para ver que antes teníamos algo , que hacíamos algo, o que pensábamos de una forma que ya no nos será posible. La tristeza nos conduce a la aceptación. Y eso no es poco.

Si veo a una persona triste, mi umbral de empatía se enciende y me acerco, a veces incluso me detengo en la calle para estar con esa persona. No me defino como paño de lágrimas portátil, pero puedo ver las emociones de las personas como Superman ve por detrás de las puertas. Esto es bueno, y también complejo. Veo personas tristes y me siento con ganas de intervenir, que no es lo que siempre toca. También veo animales tristes, algo que para otros no es ni evidente. Hay plantas tristes, casas tristes, ropa triste, novias tristes, países tristes y hasta platos de comida tristes. Hay canciones tristes, vacaciones tristes, fotos tristes, besos tristes, llamadas tristes, ex novios tristes y, si sigo pensando entendería que todo lo que existe en el universo tiene su versión triste.

De la tristeza aprendí mucho. De la alegría aprendí parcialmente. Porque la tristeza no pretende gustar, ni tampoco es instagrameable. Estar triste es sentir profundamente algo que duele, algo que no se puede cambiar, algo que a veces parece que nos ha sido arrancado para siempre. La tristeza antecede a la acción en mi caso. Cuando estoy triste, dejo que la tristeza me cale hasta los huesos y luego, cuando pienso que no se puede llegar más dentro, la dejo que se me escurra hasta que sale. No la ahogo, no la elimino, le permito correr como el agua de un río. Y me ayuda, y me limpia, y me deja conocerme en mi lado triste, que es lícito y desconocido. Y por eso creo que también los tristes son más humanos. No es necesario estar triste todo el tiempo, sólo el necesario para cada quien, y por eso considero muy importante aprovechar ese momento para hacer algo con esa bocanada de tristeza. Yo creo desde la tristeza, escribo desde la tristeza y m conecto con los demás cuando me invade. Hace parte de mí y la acepto y la invito a que pase por mi alma de vez en cuando. Somos viejas conocidas y así será hasta que las dos tengamos que irnos de aquí, posiblemente al mismo tiempo.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.