El ‘infractor’ fue el joven poeta Jesús Espicasa, que “sale a las calles con una vieja máquina de escribir, para ofrecer sus poemas a los viandantes”, escribe Ospina en el diario capitalino, y agrega que un policía, además de exigirle que recogiera sus cosas, le pidió al artista que lo acompañara hasta el CAI vecino.

“Una vez en el CAI, el agente procedió a imponer al poeta una multa por estar invadiendo el espacio público”, continúa su relato Ospina, y lanza una primera ácida crítica: “Escribir poemas en una máquina de escribir antigua, de esas que ni contaminan ni consumen energía eléctrica, y ofrecérselos a los ciudadanos a cambio de algunas monedas, en otros países puede ser un alto ejemplo de paz y de civilización, pero en Bogotá, en Colombia, es invadir el espacio público”.

Ospina agrega que la multa que le impusieron a Espicasa es de tipo 4, “la más alta en el Código de Policía que nos han legado los últimos gobiernos”, que es de 833.000 pesos. “Y cuando alguien le preguntó al agente [de la Policía] cuál era el delito cometido, el uniformado se permitió decir burlonamente que el muchacho era ‘traficante de poemas’”.

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Ese comentario desató la ira poética de Ospina, y asegura que los artistas como Espicasa (él iba acompañado por otro poeta) no solo merecen un espacio en la ciudad, sino “un homenaje de la ciudadanía y de las autoridades. Nuestra clamorosa estupidez, nuestra barbarie autoritaria les pone multas y los declara criminales. ¡En un país lleno de criminalidad verdadera y devorado por la corrupción!”.

Pero el columnista no se quedó solo con eso. También pregunta “¿por qué aquí les ha dado por llamar espacio público a un espacio del que cada vez más quieren expulsar a los ciudadanos, un espacio que privatizan cuando quieren de mil maneras distintas, donde la libertad está cada vez más restringida y donde expresiones como la música y la poesía terminan siendo tratados como delitos?”.

“No basta que les retiren la multa”, dice Ospina, al tiempo que hace una exigencia: “El Estado debe disculparse con ellos. El alcalde debería ir a donde están, pedirles perdón y rogarles que salgan a las calles sin permiso, porque la poesía no tiene que pedir permiso; que salgan a darle su lenguaje, su creatividad, su rebeldía si se quiere, a la sociedad”.

En medio de su texto, Ospina plantea una reflexión que le pone palabras (también virtud del rapsoda) al sentir de una sociedad que comenzó a cavilar sobre el tema desde cuando se supo de una multa a un joven por comprar una empanada en la calle: “¿No hunden estas cosas a la justicia en la insignificancia? ¿No son un atentado contra la ciudadanía, un pecado contra la cultura [en el caso del joven poeta], y una carga ofensiva contra la legitimidad del Estado?”.