Nació en La Guajira, pero vino a dar a la fría Bogotá en una de las jornadas más frías de protesta. No solo soportó la inclemente lluvia, sino también los irritantes gases lacrimógenos cuando todo se salió de control.

Pero ella no se movió: “Me sostiene el amor que siento por mi país, los deseos que tengo de que en este país haya justicia social para que no se presente esto”, le dijo a Pulzo, señalando los destrozos, pero sin perder la voz calmada, disimulando sus lágrimas de tristeza con la congestión causada por los gases, que habían tornado irrespirable el aire.

No solo superó el clima, el frío, el hambre y el cansancio, sino también el miedo. Encapuchados pasaban por su lado mirándola de reojo mientras buscaban qué tachar a continuación. Pudo ceder ante el temor, pero ni siquiera les devolvió la mirada. Imitando la estatua de Bolívar que tenía unos metros al frente, miró hacia el horizonte, se aferró a sus pancartas y respiró.

“Esto es mi patria”, decía, mientras intentaban arrancarle de las manos la valla de la que ya no se sostenía, sino que ella mantenía en pie como si se tratara del último ladrillo de un Estado fallido. En sus ojos se veía que, lo que sí le dolía, era ver que su protesta quedaba en nada, pero optó por permanecer ahí, como el último vestigio de aquello que había sucedido minutos antes, pero ya no era más.

Disturbios en la Plaza de Bolívar

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Una polisombra arrancada del capitolio comenzaba a arder a escasos dos metros de sus pies, pero tampoco se movió. “El Estado es de todos, el Estado no es solo de los 25 que hacen parte de las 5 familias que han manejado este país y que lo tienen en estas condiciones”, clamó, desahogándose con Julián, el único joven que se condolió con su dolorosa valentía y se paró a escucharla.

“Eso es lo que me mantiene firme en mis principios, en mis conceptos, en mis sentimientos hacia Colombia, hacia América y hacia el mundo”, prosiguió, tomando fuerza en la convicción de que su acto de resistencia pacífica y valentía ya no pasaría desapercibido. “El mundo está vuelto nada por la corrupción, por la ambición de poder de estos líderes que se sientan allá en la ONU y que están acabando con todo un mundo”, se quejaba, perdiendo su voz calma y adquiriendo un tono de madre preocupada que alecciona a un hijo.

A sus espaldas, un encapuchado forcejeaba por arrancar algo y otro trataba de romper un vidrio, pero ella permanecía atornillada al suelo. Aunque tampoco era ajena a lo que sucedía, ni siquiera pestañeó cuando una explosión cortó la atmósfera: estaba a punto de dejar la lección más grande del día.

“Podemos protestar sin violencia. Podemos cambiar el mundo sin violencia y es más efectivo porque ya terminó la protesta”, decía, mostrando el caos que había reemplazado la legítima protesta a su alrededor. “Sin violencia, [en cambio] podemos permanecer día tras día, día tras día, día tras día”, lamentó, sabiendo que se había echado a perder otra oportunidad para cambiar algo.

Mujer apaleada en centro de Bogotá

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Otro estruendo dio paso a una más de sus moralejas: “Si nos estamos educando, si hay cultura, aquí me mantengo. Tenemos que salvar a nuestro país, pero sin violencia. Sin violencia podemos transformar el mundo”.

¿Qué veía esta mujer a su alrededor? ¿Cómo es que no temía por su seguridad y huía? “Esto es resentimiento, esto es dolor, esto es rabia“, decía.

“¿Y qué genera todo eso?: esta violencia. Pero es el mismo resentimiento del corazón del ser humano. Si tu estas resentido atentas contra quien te está produciendo ese resentimiento”

En este punto, Pau ya tenía un halo casi irreal; su vestimenta colorida que contrastaba con el mundo gris y apagado que se caía a pedazos. “¿Qué tenemos que hacer? Sin violencia, dejar de votar por esas personas“, concluyó, señalando al Congreso; en el justo momento en que un grupo de policías pasaba por ahí.