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Este 9 de agosto se cumplen 80 años del lanzamiento de “Fatman”, la segunda bomba atómica que explotó en la ciudad japonesa de Nagasaki. Explotó a las 11:02 de la mañana a más de dos kilómetros del objetivo previsto y, aunque era más potente que la de Hiroshima, dejó menos de víctimas. Entre ellas se encuentran muchos trabajadores forzados coreanos y los “burakumin”, una minoría social marginada, quienes sufrirán doblemente las consecuencias de la bomba.
Por Olivier Favier
El 6 de agosto de 1945, las autoridades japonesas perdieron toda comunicación con Hiroshima. No habían detectado ningún ataque aéreo que fuera importante. Apenas unos cuantos aviones aparecían en sus radares. Para saber qué es lo que sucedió, un oficial del cuartel general viajó en avión a ese lugar. En Tokio se pensaba que se trataba de un bombardeo localizado que habría cortado las líneas telefónicas, pero lo que descubrió el joven emisario es de una magnitud completamente diferente. La noticia del bombardeo llega tarde, en la noche del 6 al 7 de agosto.




A pesar del inefable de desastre, el emperador Hirohito y su séquito intentaron minimizar el impacto de esta nueva arma. Incluso días después, el 13 de agosto, el ministro de Guerra dirá que las bombas atómicas no son “peores” que las de napalm, que arrasaban con Japón desde hacía semanas y que Estados Unidos también utilizó sin éxito en Francia, en Royan, en enero de 1945.
Japón esperaba que la antigua Unión Soviética fuera un intermediario al momento de negociar su rendición con Estados Unidos. Durante el ultimátum de Potsdam, del 26 de julio, los japoneses pidieron que su emperador se mantuviera en el trono, pero el presidente Truman exigió una capitulación incondicional tal como lo habían hecho con las autoridades nazis, los días 7 y 8 de mayo de 1945.
Un apocalipsis improvisado
Sin embargo, el 7 de agosto, Stalin atacó al ejército japonés en Manchuria. La invasión se desencadena el 9 de agosto por la mañana. El gabinete de guerra japonés está reunido para tratar esta cuestión. Está al tanto de que tres bombarderos B29 se dirigen hacia su territorio siguiendo la misma ruta, la misma maniobra militar que la del día del bombardeo de Hiroshima, y aunque los siguen durante cinco horas, permanecen sin reaccionar.
Mientras tanto, la escuadrilla estadounidense se dirige a Kokura, donde la visibilidad es mala, especialmente debido a los bombardeos realizados esa misma mañana por otros aviones estadounidenses. Desesperado, Charles W. Sweeney, el comandante de “Bock’s Car”, el avión que transportaba la bomba, decide dirigirse a Nagasaki, a pesar de haber despegado con reservas de combustible limitadas debido a un problema en el tanque. La bomba de plutonio, “Fatman”, es 40% más potente que “Little Boy”, la de uranio que fue lanzada sobre Hiroshima.
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La elección del plutonio se hizo en función de los stocks disponibles, el sistema de detonación es mucho más complejo y la bomba ya está armada cuando el bombardero despega. A diferencia del bombardeo del 6 de agosto, la operación se preparó a toda prisa. La urgencia de este bombardeo tiene dos razones. Se trata de hacer creer a los japoneses que Estados Unidos dispone de un gran stock de estas nuevas bombas y que serán utilizadas a un ritmo sostenido. En realidad, “Fatman” es la última de las tres bombas operativas en ese verano. Los estadounidenses fabricaban una cuarta y el objetivo era crear tres por mes.
Minorías doblemente golpeadas
Con poco combustible, Charles W. Sweeney decidió que era mejor regresar, tras varios intentos de reconocer el área difícilmente visible por una densa capa de nubes. Pero en el último momento, una brecha permite al capitán Kermit King Beahan, miembro de la tripulación del “Bock’s Car”, lanzarla a unos dos kilómetros del que era el objetivo.
“Fatman” explota a 580 metros antes de caer al suelo, casi verticalmente sobre la catedral de Urakami, al noroeste de la ciudad, cuando debía caer sobre los muelles de Mitsubishi. Dejó el 40% de la ciudad en ruinas. Una gran parte de la comunidad cristiana, la más antigua de Japón, pereció en los primeros segundos.
En Nagasaki vivían cerca de 240.000 habitantes. Era una ciudad con menos población que Hiroshima. Se estima que entre 30.000 y 40.000 personas fallecieron en el momento de la explosión y que la cifra de decesos llegó hasta 100 000 cinco años después.
Además de los cristianos, los “burakumin”, una minoría discriminada desde la Edad Media, se encontraba entre los principales grupos que desapareció la bomba. Su condición de hibakusha, es decir, de víctimas de la bomba, que los margina profesional y socialmente debido a su salud deteriorada, se suma al rechazo que ya sufrían antes.
Los “burakumin” son los descendientes de aquellos que ejercían profesiones consideradas impuras en la cultura budista, relacionadas con la muerte y la sangre, como carniceros o curtidores de pieles. En el pasado, fueron utilizados para reprimir a la minoría cristiana, lo que reforzó su exclusión en el contexto religioso particular de la ciudad de Nagasaki.
Otra comunidad afectada fue la coreana. El 9 de agosto perdieron la vida cerca de 9 000 coreanos, casi la mitad de su comunidad, y cuyos sobrevivientes compartirían el mismo estatus de paria que los burakumin tienen en la sociedad japonesa. No obstante, la mayoría de los coreanos regresarían a su país cuando terminaron las hostilidades.
El niño de pie de Nagasaki
Este segundo apocalipsis nuclear también deja 2.300 huérfanos. Uno de ellos dejó la imagen más famosa de aquel suceso, la cual acompañó la visita del Papa Francisco a Nagasaki en 2019. La fotografía fue tomada en octubre de 1945 por el sargento Joe O’Donnell, fotógrafo de las tropas de ocupación estadounidenses, quien condenaría sin rodeos el uso que se hizo del arma atómica en Japón. El niño tiene unos diez años, su ojo parece manchado y su fosa nasal derecha presenta posibles rastros de sangrados frecuentes, lo que podría sugerir que ha sido irradiado. En la imagen, está de pie en posición de firmes, con los labios apretados, llevando a su hermano pequeño en la espalda, a cuestas, quien parece estar profundamente dormido. El fotógrafo lo recuerda así:
“Vi pasar a un niño de unos diez años. Llevaba un bebé en la espalda. En esa época, en Japón, se veía a menudo a niños jugando con sus hermanos o hermanas pequeños en la espalda, pero este niño era claramente diferente. Veía bien que había venido aquí por una razón importante. Estaba descalzo. Su rostro era duro. La cabecita estaba inclinada hacia atrás, como si el bebé estuviera profundamente dormido. El niño se quedó allí durante cinco o diez minutos”.
“Los hombres de las máscaras blancas se acercaron a él y comenzaron a desatar silenciosamente la cuerda que sujetaba al bebé. Fue entonces cuando vi que el bebé ya estaba muerto. Los hombres tomaron el cuerpo por las manos y los pies y lo colocaron sobre el fuego. El niño se quedó allí, inmóvil, mirando las llamas. Se mordía el labio inferior con tanta fuerza que brillaba con sangre. Las llamas ardían débilmente, como el sol poniente. El chico se dio la vuelta y se fue silencio”.
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