Participé de un ejercicio profundo y significativo que marcaría para siempre mi vida y la de mis compañeros en el Colegio Mayor de San Bartolomé. Reservado tan solo para quienes hacíamos el último año de bachillerato, durante tres estrictos días debíamos permanecer en completo silencio.

Una experiencia que, al menos una vez en la vida, cualquier persona debería tener para entender un concepto tan difícil como el sentido de la vida: los ejercicios espirituales.

La premisa para hacerlos es que si ejercitas tu cuerpo debes hacerlo también con tu espíritu para que haya un equilibro de tu ser.

Muchas veces, nos quedamos solamente en el cuerpo y sus dolencias, olvidando casi por completo el otro pedazo de la ecuación que es nuestro espíritu dejado a la deriva.

Esas historias plagadas de casos de toda índole que nos han explicado cuál es el sentido de la vida, deberían ayudarnos para afrontar períodos difíciles como los actuales.

A mi mente llegó ese recuerdo, precisamente, cuando nos inundan las malas noticias, las alarmas, los gritos apocalípticos, la pérdida de la libertad colectiva como nunca antes se había visto, en medio de una lluvia de desinformación que conjuga mentiras y verdades a medias que podrían dejar al borde de la locura a los que seguimos esperando no contagiarnos con el virus.

Las cifras por muertes y daños colaterales que ha dejado la pandemia y la violencia no puede menos que tenernos aterrados, tristes y con la idea de que nuestras vidas han perdido por completo su sentido.

Volvamos a los ejercicios espirituales, en uno de los momentos más intensos, el sacerdote Jesuita que los orientaba, nos pidió escuchar con detenimiento la letra de una canción.  Nos la puso tres veces. Yo no la había escuchado hasta ese día.

El cantante era Julio Iglesias, quien fue una leyenda de la canción en el mundo entero. Tal vez, para muchos ese nombre hoy no diga gran cosa, pero si se compara con alguno de los actuales podría ser tan importante como Luis Miguel o Shakira. Estrellas reconocidas a nivel mundial.

“Escuchen la canción y pongan mucho cuidado a la letra. Cuando les pase a ustedes o sientan que esa canción calza como anillo al dedo en sus vidas, recuerden que siempre hay una forma de volver al camino”, nos dijo el hoy obispo Juan Vicente Córdoba, hace 30 años.

La letra dice:

“De tanto correr por la vida sin freno

Me olvidé que la vida se vive un momento

De tanto querer ser en todo el primero

Me olvidé de vivir

Los detalles pequeños

De tanto jugar con los sentimientos

Viviendo de aplausos envueltos en sueños

De tanto gritar mis canciones al viento

Ya no soy como ayer

Ya no sé lo que siento”

Luego viene el coro que encaja perfecto con la vida de competencia, insatisfacción, desilusión y rabia de la mayoría:

“Me olvidé de vivir

Me olvidé de vivir”

Coincidencialmente, la volví a escuchar hace poco, pero cantada por Raphael, otro súper cantante que cumple 60 años de vida artística, y que, en su más reciente álbum, la interpreta junto a Manuel Carrasco.

Su letra impactante me devolvió a esa bella época del colegio y de alguna manera me invito a ver mi vida desde entonces y hasta ahora en perspectiva.

A propósito, antes de volver a escucharla y pensar en todo esto, escuché mientras corría el audio libro: El sentido de la Vida del psiquiatra Víctor Frank.

Descubrí, ojalá no tan tarde por qué fumé por más de 20 años, que no hay cómo hacer ejercicio escuchando audiolibros. Si se compara el costo beneficio de escucharlos mientras corres, caminas o montas en bicicleta, su valor monetario en físico y el tiempo invertido en la lectura; el ahorro y beneficio son importantes.

Y como coloquialmente dicen, se matan dos pájaros de un tiro y se aumenta exponencialmente la adquisición de todo tipo de conocimiento.

Víctor Frank escribió un precioso libro titulado: ‘El hombre en busca de sentido’, que no es otra cosa que la explicación científica, a partir de la observación que él hace de él mismo, para descubrir el sentido de la vida.

Se trata de un afamado psicólogo judío, quien no solo cuenta en primera persona sus sensaciones frente al sufrimiento que vivió en los campos de concentración en los que estuvo, sino que retrata sin grandilocuencia, pero con una gran riqueza en los detalles, la dolorosa experiencia del alma, detallada en su terrible situación personal y lo que pasa por la mente del ser humano cuando ha sido despojado de todo, incluso de su dignidad.

¿Cómo soportar una realidad violenta, despiadada y cruel como la que vivió él y los otros judíos en los campos de concentración nazis?  ¿Por qué, y a pesar de ello, los seres humanos en situaciones similares de pérdida vital siguen aferrados a la vida?

Luego, sus reflexiones más profundas siguen la senda de una pregunta igual de complicada: ¿por qué no se suicidó?

Y lo responde básicamente porque el sentido de la vida se fundamenta en al menos dos cosas: El amor y la esperanza.

El amor por los seres queridos y el anhelo de saber de ellos y que estén bien. Y la esperanza de que esos dolores y sufrimientos tendrán un fin. Ello le permitió entender su lugar en el mundo y el sentido de su vida. Y no menos importante, entender la esperanza como el motor para no dejarse vencer por la completa adversidad.

Entonces vuelve a sonar la canción que inmortalizó Julio Iglesias y que también canta Raphael para advertirnos de un gran peligro, olvidarnos de vivir.  Y Frank, de entender que nuestra razón de ser no está en lo material, sino en el amor y nuestra frágil humanidad en la esperanza.

En la habilidad de cooperar y cuidar a otros. En la compasión como el instinto más fuerte de la naturaleza humana.

Nacimos para ser una comunidad para cuidar al otro, para ser compasivos.

Extrañamos las cosas ordinarias que hacían los que ahora ya no están.

Dios los tenga en su gloria.

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