A un librero “le pagamos para que sepa, para que recuerde siempre aquellos libros que tenemos en nuestra casa, aquellos que nos vendió, para que los recuerde. Su oficio es una invitación a invadir nuestra intimidad, de manera consentida, y a resguardar aquello que forma nuestro intelecto y nuestra sensibilidad.”, como nos dice Ricardo Ramírez Requena.

Álvaro Castillo Granada (Bucaramanga, 1969) ha sido uno de esos regalos que me trajo la vida en mi etapa de estudiante del Máster en estudios avanzados de Literatura Española e Hispanoamericana. Escritor y dueño de la librería San Librario en Bogotá, me ayudó gentilmente con todo el bagaje que tenía de Arnoldo Palacios, ese escritor afrocolombiano que todos deberíamos leer. Fue él quien editó y publicó las columnas periodísticas de Arnoldo, recopiladas en el libro ‘Cuando yo empezaba’ (Ediciones San Librario, 2014), cuyos archivos generosamente me compartió, y quien logró conseguirme la primera edición en francés del libro ‘Las Mamelles du Chocó, más conocido en Colombia como ‘Buscando mi madredediós’, y reeditado recientemente por Seix Barral (2020), quizás uno de los mejores libros de Palacios junto con ‘Las Estrellas son Negras’, que figura en varios de los cánones 100 de los libros colombianos que hay que leerse en la vida.

Álvaro nos ha deleitado con sus reseñas literarias en varios medios de comunicación del país, y en años recientes, con su libro ‘Un librero’ (Penguin Random House, 2018), un libro con 3 historias maravillosas, que vale la pena leer. El libro que nos trae hoy es un relato precioso de su entrañable amistad, cercanía, colegaje, con los libreros de Cuba, uno de sus grandes amores (además de Arnoldo Palacios, Neruda y García Márquez). Se titula ‘Con los libreros en Cuba’ (Ediciones Isla de libros, Bogotá, 2020), una hermosa edición de tan solo 150 ejemplares -ojalá haya segunda y tercera y muchas más-.

Se trata de 34 historias de amor y amistad – unas más intensas que otras – con fotos incluidas, de sus afectuosas relaciones con las librerías, libreros y libreras cubanos, como una especie de mapa entre biográfico y bibliográfico de esos espacios y esas personas: hombres, mujeres, parejas, que han hecho de los libros y la lectura, su entera vida. Desde Barbarito – el célebre librero de algunas obras de Leonardo Padura – hasta incógnitos/as y desconocidas/as, con historias maravillosas de entenderse aun sin saber el nombre (como la de ‘Mi chiquitica librera’) o la de la necesidad esencial de que los libros lleguen a los sitios más recónditos (en ‘Librera itinerante’).

Me conmovió hasta el alma el penúltimo relato ‘Según pasan los años’ (sí, como el primer libro de Padura), la historia previa tras la muerte del hijo del librero Gilber y las palabras dedicadas a la relectura de los libros:

“…siempre que se lee es la primera vez: los lectores ya no somos los mismos, el libro tampoco es el mismo. Releer es reencontrar y reencontrarse. Descubrir otro y verificar que en la lectura no importa que el tiempo pase: siempre es el primer día, y entre más pasen los años, leeremos mejor porque hemos permitido que el tiempo se haga uno con nosotros y nos dibuje arrugas en la cara y nos haya enriquecido y cambiado para que podamos ver de otra forma, leer con otros ojos: los del que recuerda y trae del pasado lo que ahora es para crear una nueva historia. No sé si mejor o peor. Más rica, más honda, más entrañable. Más…”

En suma: un libro de esos en que los afectos abrasan, y un libro fundamental para entender, desde las microrelaciones, la figura del librero físico, ese que tendrá que evolucionar hacia el paralelismo virtual, pero que nunca perderá su esencia

La existencia de la figura del librero no data del inicio de los tiempos como tampoco la escritura y, menos aún, el libro impreso. Sin dejar de nombrar a Alejandría o a los míticos guardianes religiosos de tablillas y pergaminos ancestrales, en el medioevo encontramos a los bibliotecarios – que existieron antes de los libreros, que usualmente en abadías y conventos, así como en las incipientes universidades, custodiaban libros valiosos que, la mayoría de las veces, estaban vedados al pueblo y destinados únicamente a las comunidades religiosas, guardianas e interpretadoras únicas de la “sabiduría”–: Que no se nos olvide el famoso monje Jorge de Burgos, de ‘El nombre de la rosa’, de Umberto Eco, guardián de la Poética de Aristóteles en la biblioteca de su Abadía.

Hacia el final de la Edad Media y el inicio del Renacimiento, podemos pensar en el incipiente origen de los libreros, cuando empieza a moverse el comercio, cuando los viajes (piénsese en Marco Polo), hacen que se descubran nuevos mundos y nuevas letras, cuando comienzan a existir los oficios y los mercados. Así las cosas, tuvieron que confluir la búsqueda del conocimiento con la necesidad de comercio de ese conocimiento, y como broche de oro, con el nacimiento de la imprenta de Gutemberg.

Por eso el siglo XIX es el siglo de oro de los libreros, personas de nivel intelectual que viajando a lo largo y ancho del mundo nos dieron a conocer la maravillosa cantidad de libros que hoy en día leemos. El siglo XX podríamos denominarlo como el siglo del “renacimiento” para los libreros: su mayor auge, su consolidación.

Sin embargo, los libreros del siglo XXI tienen al frente un reto monumental: continuar leyendo preparándose arduamente (leer, leer y leer), mantener la comunicación por todos los medios posibles, trasladar su sabiduría, eventos, encuentros, foros, al mundo digital y de redes sociales, sin perder la magia de lo presencial, hacer publicidad virtual para ser “vistos”, continuar con su orientación en medio de un mar caótico de información – o desinformación – mantener su psicología del alma; al tiempo deberán volcarse al proceso logístico de alistamiento, despacho y entrega de libros a sus clientes inefables. Lo presencial y lo virtual deben coexistir y ese es el gran reto de un librero.

¿Desaparecerá el librero? No, mientras haya lectores no desaparecerá. Porque aún cuando no es lo mismo hablar con Álvaro en persona, tomarse un café con él en San Librario, tocar los libros de su librería, oler su aroma, sentir alergia con su polvo, darse un baño visual en el orden del caos, lo cierto es que sus consejos telefónicos o vía WhatsApp, su conocimiento de mis gustos literarios, han sido fundamentales para que a mi vida lleguen libros tan hermosos como el suyo, o como los cuentos de José Lezama Lima, o la poesía de Wislawa Szymborska o los principalísimos de Manuel Zapata Olivella, ese gran colombiano, guardián de la literatura afro.

Los libreros son un tesoro de la humanidad. Apoyémoslos y disfrutemos de su encanto.

Nota: Para más información de librerías independientes, y sin que sean las únicas en el país (no todas están allí, empezando por San Librario) existe una página web de librerías independientes, página de la ACLI. No dejen de visitarla.

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