El escritor cubano, en mi opinión, un defensor inicial y ahora disidente con patente de corso de la Revolución Cubana, es uno de esos autores que se leen, y siempre se queda una con ganas de más y más.

En 2017, en el Hay Festival de Cartagena, tuve la oportunidad de oír un conversatorio entre Héctor Abad y Leonardo Padura en el teatro Adolfo Mejía En ese entonces no había leído ninguno de sus libros, pero después de oír a este hombre de piel morena y hablar pausado, con ese acento cadencioso que tienen los cubanos, hablar de su Habana querida, de su gastronomía, del valor de la amistad y de ver cómo espiraba amor por los poros, pues su esposa, la guionista Lucía López Coll lo acompañaba y él se encargó de dárnosla a conocer entre el público, me dije que no podría dejar de leer sus libros.

El año pasado, en la larga convalecencia de una cirugía múltiple de juanetes y otras molestias podológicas, tuve la oportunidad de leer ‘El Hombre que amaba a los perros’ (Tusquets, Barcelona, 2009), novela histórica basada en la historia de Ramón Mercader, el asesino de León Trotsky, un español que vivió de una manera relativamente tranquila sus últimos años en La Habana. Y, por supuesto, la curiosidad que iba despertando en mí cada capítulo del libro, me llevó a ver la serie de Netflix relacionada con Trotsky, con tan buena suerte que en octubre de 2019 pude ir a la casa de Natalia y Liev Trotsky en Coyoacán (México) y corroborar, oler, vivir, sentir esos momentos inflamables que había leído en la novela de Padura.

La novela es de tan alta calidad, tan divertida, tan ilustrativa, que ha ganado, entre otros, los premios Francesco Gelmi di Caporiaco 2010 (Italia), el Prix Initiales 2011 (Francia), el Premio de la Crítica 2011 (Instituto Cubano del Libro), y el Premio Carbet del Caribe 2011.

No voy a reseñar el último libro de Padura, ‘Los rostros de la salsa’ (Tusquets 2020), un retrato de las trayectorias de personajes como Mario Bauzá, Cachao López, Papo Lucca, Juan Luis Guerra, Rubén Blades, Willy Colón, Johnny Pacheco y Juan Formell. No conozco mucho de salsa, y la verdad que en esta cuarentena me he enganchado con la ficción porque ya la realidad es lo suficientemente invasiva. Así que el libro que hoy les traigo, es una delicia de la novela negra cubana, ‘La transparencia del tiempo’ (Tusquets, 2018, serie Mario Conde #9).

A riesgo de que me linchen los puristas, si no quieren llegar “vírgenes” a este libro, les recomiendo la serie ‘Las cuatro estaciones de La Habana’ en Netflix, una miniserie en la que se adaptaron cuatro de las novelas policíacas de Padura publicadas entre 1991 y 1998, (Pasado perfecto, Vientos de Cuaresma, Máscaras y Paisaje de otoño), en las que su protagonista es el detective Mario Conde. La adaptación de la miniserie de cuatro episodios fue escrita por el mismo Padura y por su esposa, Lucía López Coll. En realidad, la serie tiene dos protagonistas: El capitán Mario Conde, en ese entonces aún miembro del cuerpo policial habanero, interpretado por el actor Jorge Perugorria, y a la erótica ciudad de La Habana en los años 90.

Este Mario Conde de ‘La transparencia del tiempo’, ya no es el capitán de la policía de aquellas novelas y la serie, pero esencialmente es el mismo tipo buenazo, borracho y arrecho, buen amigo, culto, amante de los libros, con vocación de escritor – frustrado – y cuya percepción sigue intacta, esa percepción que, a lo largo de los años, es la que le ha ayudado a resolver los más complejos casos criminales.

Ese Mario Conde – ya fuera del cuerpo policial-, no ha evolucionado como ser humano y, a lo mejor, ese sea uno de los mensajes que quiere transmitirnos Padura: que el paso del tiempo no necesariamente nos hace mejores ni peores seres humanos. Quizás también nos está transmitiendo un mensaje soterrado contra el régimen cubano, y es que los individuos no evolucionan porque el país tampoco lo hace: es como si se hubiera congelado en el tiempo, aun a pesar de la tímida apertura.

Este fin de semana volví a ver el conversatorio Padura-Abad Faciolince, del Hay Festival 2017, y les dejo estas palabras, con las que el mismo Padura habla de su Mario Conde, de su esencia, de sus amistades, de su cotidianeidad:

“En el caso del personaje de Mario Conde, el círculo de amigos es fundamental, no está completo si no es con esos amigos que lo rodean, he llegado a tener la preocupación de ser repetitivo en ese sentimiento que tiene Conde de la amistad, en un mundo donde todo se derrumba se toma el mismo ron, se oye la misma música, se come la misma comida. Esos amigos de Conde lo complementan, tiene una visión fatalista, derrotista y ellos le dan sentido. La madre del flaco Carlos cocina constantemente para este grupo de amigos, al final de ‘Paisaje de otoño’ develo de dónde salen todas esas comidas maravillosas que Josefina le ha hecho a ese grupo de amigos, ella le dice: mijito, de la imaginación, porque son comidas imposibles en Cuba. Cuba es un país donde nadie se ha muerto de hambre, pero tampoco nadie ha comido lo suficiente o lo que ha querido comer. He hecho un juego con esas comidas porque es un homenaje a las comidas cubanas, porque tienen una idea de lo que son o han sido los pueblos”.

En el libro en cuestión nos encontramos frente a dos historias que se conectan a lo largo de la obra, pero que corren independientes en el tiempo: una, la de Bobby, un compañero de colegio de Conde que lo contrata para que le ayude a encontrar a su amante, un “comemierda” que ha desaparecido después de robarle una cantidad de joyas, objetos de arte y una virgen negra, propiedad de su abuelo y de propiedades milagrosas. En el camino se va encontrando con una intrincada red ilegal de coleccionistas de arte y de miseria social, en un relato pleno de deliciosos modismos cubanos, de historia habanera, de descubrimientos continuos y de cotidianeidad. Sus amigos, como siempre, hacen parte esencial de la historia, incluyendo a Manolo, su antiguo subalterno y actual capitán de la policía habanera.

La otra es la historia de la virgen negra, un extraño objeto de madera, bizantino medieval, originaria de algún lejano paraje en Cataluña, una obra de arte cargada de misterio y de un pasado “milagroso” que, después de haber acompañado a varios personajes en sus travesías, termina en el continente americano por obra y gracia del esposo de la abuela de Bobby, quien lo trae en la época de la Guerra Civil española. Como en toda buena novela negra, el final va viniendo poco a poco, en el perfil de un personaje que se va perfilando a través de sus antepasados y cuyo destino se torna inevitable.

No sabemos qué nos depare Padura en el futuro, pero de un escritor que ha sabido mantener la calidad de su obra literaria a punto de haber ganado, entre otros, y desde el año 1985 a hoy, premios tan importantes como el Premio Café Gijón (1995), el Premio de la Islas 2000 (Francia), el Premio Raymond Chandler (2009 Courmayeur Noir Infestival), el Premio Roger Callois 2011 de literatura latinoamericana, el Premio Nacional de Literatura (Cuba, 2012), y el Premio Princesa de Asturias de las Letras 2015 (España), no puede esperarse menos que una excelente lectura y un divertimento en cada página. No dejen de descubrir a Padura, es una bomba literaria.

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