En un reciente programa en History Channel, acerca del robo del cerebro de Albert Einstein por parte del médico patólogo encargado de su autopsia, algunos científicos afirmaban que si uno quiere ser un genio en algo, debe dedicar, antes de los 40 años, mas de 10.000 horas a ese “algo”, y que a lo mejor ese era el secreto de la genialidad de Einstein y no tanto su cerebro; aunque el lóbulo parietal del genio científico, se logró comprobar, si era un 15% más grande al del promedio de los demás mortales humanos.

No pretendo ser un genio de la literatura ni mucho menos, apenas una humilde adicta a la lectura que, haciendo las cuentas, ha leído mas de 20 mil horas a sus 49 años.  Y aun así, tengo demasiados libros y autores pendientes por leer. Y justamente estos dos autores eran parte de mis pendientes. Y, al menos, Luis Sepúlveda lo sigue siendo.

Así que no pude resistirme a leer, el que dicen, es el mejor cuento de Rubem Fonseca, ese si un genio del cuento latinoamericano, y un maestro de la literatura realista brasileña.

Rubem Fonseca (Juiz de Fora, Minas Gerais, 11 de mayo de 1925 – Río de Janeiro, 15 de abril de 2020) es otro de esos personajes que siento muy cercano.  Estudió Derecho, fue Comisario de Policía en Río de Janeiro y estudiante estrella de la Escuela de Policía; estudió administración de empresas en Estados Unidos y se especializó en Derecho Penal, siendo por muchos años abogado litigante de causas inicialmente perdidas de personas inocentes y discriminadas por la sociedad, Todo este mundo y submundo en el que se desenvolvió fue una infinita fuente para sus cuentos, novelas y guiones cinematográficos. Cuando cumplió 38 años, decidió dedicarse de lleno a la literatura. Habrá que leer sus novelas (v.gr. ‘El caso Morel’, 1973, ‘Agosto’, 1990, ‘El gran arte’, 1983), en algunas de las cuales el protagonista es un particular detective: el abogado Mandrake, un hombre mujeriego, cínico y amoral, conocedor como nadie del submundo carioca. Vale decir que Mandrake fue adaptado en serie para HBO.

El cuento que hoy reseño es uno de esos que, como ‘Casa Tomada’ de Cortázar o ‘El Aleph’ o ‘El jardín de senderos que se bifurcan’ de Borges, son joyas de la literatura latinoamericana y del género cuentístico. Se trata de una sublimación del resentimiento, de la sed de justicia por la propia mano, de la violencia en grado extremo.

Y las claves las encontramos al principio del cuento, que es un monólogo de un protagonista sin nombre, que nos dice:

 “A veces digo para mí, y hasta para fuera ¡todos me las tienen que pagar! ¡Todos me deben algo! Me deben comida, coños, cobertores, zapatos, casa, coche, reloj, muelas; todo me lo deben (…) ¡No pago nada! ¡Me he hartado de pagar!, le grité. ¡Ahora soy yo quién cobra! (…) Odio a los dentistas, a los comerciantes, a los abogados, a los industriales, a los funcionarios, a los médicos, a los ejecutivos, a toda esa canalla. Tienen muchas que pagarme todos ellos”

En ‘El Cobrador’, como dice Alejandra López Guevara: “Asesinar, junto con el ejercicio literario, constituye un elemento de sublimación mística. Practicar el coito es el acto que genera la energía para conseguir lo anterior”. El asesinato y el sexo son una aventura mística, limpiadora y trasformadora, en el último de los cuales, la penetración reemplaza a la muerte como elemento culmen del odio.

“Cuando satisfago mi odio, me siento poseído por una sensación de victoria, de euforia, que me da ganas de bailar – doy pequeños aullidos, gruño sonidos inarticulados, más cerca de la música que de la poesía…”

Un resentimiento alimentado por una fuerza sexual, a tal grado, que el protagonista autodescribe: “Por donde yo paso, se derrite el asfalto.”

Los medios de comunicación (la televisión y el periódico) tienen el efecto de alimentar ese odio, de recordarle todo lo que el mundo “le debe” a ese narrador en primera persona. Y a lo largo de la obra vemos cómo su mecanismo de venganza individual es transformado, gracias a la fuerza sexual que le proporciona Ana – la desconocida de vida “sinsentido” que se vuelve su pareja – en un mecanismo colectivo, en un final que nos deja “en punta”, en éxtasis.

Es raro leer en cuarentena un relato así de violento, cuando lo que se debe buscar – según los múltiples neo-expertos en aislamiento, que han surgido últimamente, es paz y tranquilidad, equilibrio emocional. A lo mejor, justamente parte de ese equilibro sea leer a alguien que nos recuerde que no todo es paz y amor y que, como seres humanos, tenemos rasgos tremendamente oscuros, y que la sociedad que hemos construido es terriblemente desigual y que no se necesita una pandemia para evidenciar que las necesidades no resueltas por las débiles estructuras que hemos edificado a lo largo de la historia, han producido mas resentimiento y destrucción de lo que nosotros mismos imaginamos. Solo necesitamos este cuento de Fonseca para darnos cuenta de eso. Y ojalá para empezar a actuar desde nuestro pequeño nicho privilegiado para generar cambios que al menos mitiguen tanta desigualdad y, por ende, tanto odio y tanto resentimiento. Aunque difícil.

No sé cuál haya sido el objetivo de Fonseca al describirnos la oscuridad humana con tanta crueldad, no solo en este sino en algunos de sus otros cuentos presentes en el libro – del mismo nombre de este cuento que reseño, pero tal vez podamos encontrar la clave en su pasado como litigante defensor de personas condenadas injustamente por la justicia brasileña (especialmente negros), lo que me permite suponer una inmensa crítica social en una obra robusta que le ha valido numerosos premios como el Premio Camões (2003) el más importante de la lengua, el Premio Konex Mercosur a las Letras (2004), y el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, el Premio Juan Rulfo, que Fonseca recibió de las manos de Gabo y el Machado de Asis en 2015, entre otros muchos.

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