Hay soledades deseadas y otras impuestas, pero en general, el otro da miedo. Ser capaces de salir de nosotros mismos es la gran aventura de nuestras vidas.” – Muriel Barbery.

Las nuevas plataformas a través de las cuales podemos, no solo vivir, sino oír y sentir los libros, y poder sumergirnos en verdaderas experiencias literarias, me tienen embelesada. Son eso que se ha llamado “convergencia”, término acuñado por Ithiel de Sola Pool en su libro, “Technologies of Freedom”, y desarrollado por Henry Jenkins en su libro “La cultura de la convergencia de los medios de comunicación.” Y es así como comencé leyendo un bello audiolibro por Storytel, y luego bajé el mismo en Kindle, y entonces, cuando podía, lo leía en una plataforma, o cuando me duchaba o cocinaba, lo leía en la otra. Y al tiempo, buscaba información sobre la autora, sobre Kioto, sobre los templos budistas y los jardines zen. 

Y así, con esta convergencia, es que llego hoy con la reseña de una novela delicada y hermosa, “Una rosa sola” (Seix Barral, 2021), de la francesa Muriel Barbery (Casablanca, Marruecos, 1969). Barbery estudió en la Escuela Normal Superior de Fontenay-Saint-Cloud y obtuvo su agrégation en Filosofía en 1993. Fue profesora de Filosofía en la Universidad de Borgoña, en un instituto y en la escuela de profesores de Saint-Lô, hasta que se retiró para dedicarse a ser escritora tras el éxito de su novela “La elegancia del erizo” (2006; Seix Barral, 2007).

Es autora también de la novela Una golosina (Une gourmandise, 2000), traducida a doce lenguas, y de Rapsodia Gourmet (2000; Seix Barral, 2010), galardonada con el Premio Meilleur Livre de Littérature GourmandeLa vida de los elfos (Seix Barral, 2015) y Un país extraño (Seix Barral, 2019). Obtuvo una beca de residencia para la Villa Kujoyama, en Kioto, ciudad en la que residió entre 2007 y 2009, vivencia que marcaría su vida, y ahora nos brinda gran parte de esa experiencia en esta magnífica obra que hoy reseño.

Lo mejor de la novela es ese renacer de los protagonistas a través de su fluido y bello lenguaje poético. Su narrativa tiene la delicadeza y elegancia que evocan la caligrafía y la pintura japonesas, cuando las letras, la pintura y la caligrafía iban de la mano en ese Japón de los antiguos sabios, en donde con las lágrimas de una niña que muere, un pintor-abuelo puede llegar a hacer su creación más hermosa: una caligrafía de una camelia. Rose, una ciudadana francesa, botánica, cuya madre ha tenido un destino triste y trágico, debe viajar a Kioto en Japón, para recibir y hacer efectivo el testamento de su padre, Haru, un millonario japonés, agente de obras de arte. Ella, a sus 40 años, ha desistido de vivir, ha renunciado a la felicidad. “Soy un fardo sucio que dejan en un mostrador vacío”, se dice. Al llegar a Kioto, la recibe Paul, un belga viudo, asistente del padre y albacea de su herencia, y un hombre que le profesa la mayor admiración y respeto a ese padre desaparecido para quien trabajó más de 20 años, duro en los negocios, generoso y leal en la amistad. 

A Rose la acomodan en la casa tradicional de su padre, a la orilla de un río, llena de tatamis, flores, camelias en su cuarto, sala de arces, habitaciones de flores, en donde la atiende Sayoko, una especie de criada con quien se entiende en un inglés básico. Por petición de su padre, la pasean de templo en templo budista -con su claridad y limpidez inmóvil-, de jardín zen en jardín zen; “jardines en donde los dioses vienen a tomar el té”. Todo ello sin que ella entienda muy bien porqué.

Por otro lado, Paul es un hombre reservado y complejo. Tiene una hija de 10 años, Ana, pero quedó viudo de su esposa, Clara, cuando la niña apenas tenía 8 años, una mujer que era su polo a tierra, su alegría, su chispa de vida. Al igual que Rose, ambos navegan en convulsos mares interiores, como les dice su amiga inglesa Beth Scott, cuyas breves apariciones son claves en la compresión de esas corrientes de emociones y sucesos. En medio de su resentimiento contra un padre al que nunca conoció y del que piensa lo peor y por el que es incapaz de sentir alguna emoción positiva, Rose va recorriendo no solo los pasos de su padre, sino sus propios pasos. De una niña herida que se sintió siempre abandonada, no solo por su padre, sino por una madre que nunca veló por ella, solitaria, que se siente presa del destino (Todo se resuelve sin contar conmigo, dice), pero con una abuela que le mostró la belleza de las flores, en Kioto vuelve lentamente a abrir su alma, como cuando se abre un capullo de una rosa, en ese devenir, en ese descubrimiento de la parte japonesa de su alma que va encontrando, justamente, a través de sus templos y jardines

Las bellas y fotográficas descripciones que encontramos en la novela, la disposición los jardines con sus flores, sus piedras, el musgo, la suave arena dispuesta en figuras con rastrillo, el agua. La autora nos dice: “Kioto tiene cerezos por todas partes, en el caso de esta novela quería que las flores tuvieran un efecto simbólico además del estético”. El efecto de la soledad de las piedras perdidas, de las flores desnudas, de la paz de los templos y jardines, va cambiando de a poco el alma de Rose.

Las flores, y en general, las plantas son protagonistas esenciales: camelias, azaleas, arces, helechos, lirios, rosas, flores de ciruela, violetas, bambúes, nenúfares, magnolios. Las sensaciones y aromas de las comidas no son menos importantes Nos dice la autora: “La gastronomía es importante en Francia y en Japón, me encanta la dimensión estética y espiritual del hecho de comer, es como un alimento del espíritu. En Japón, no sé si es por la influencia del budismo, en cualquier restaurante, por modesto que sea, todo es bello y se presenta de una manera que alimenta el estómago, la vista y el alma.” 

Los salones y rituales del té, el cómo Rose los va probando y advirtiendo sus aromas y sabores, los efluvios de bosque, desde el simple verde hasta el matcha, la hacen descubrir sensaciones que la hacen viajar a una primitividad perdida y olvidada. Cada capítulo empieza con una especie de leyenda tradicional japonesa, “pequeñas viñetas al estilo zen que llevaran en si una pequeña lección de vida, de esa parte de vida a la que Rose se iba a enfrentar”, como nos dice la autora. Encontramos así, aquella ceremonia de los fundadores del camino del té con miles de invitados, la de la niña-nieta que rogó por años a su abuelo que le pintara una camelia y que solo lo hizo cuando ella murió, y lo hizo con sus lágrimas mezcladas con tinta. Y así muchas leyendas evocativas de lo que sucederá y aprenderá Rose en cada paso del camino preparado por su padre, quien le escribe: “Sé el arce y haz de las metamorfosis un viaje”. 

Terminado el libro, quedan unas ganas de empezarlo otra vez, de releerlo gota a gota, para volver a las frases oídas, a las subrayadas, a los recorridos creados, a los aromas, a los sabores, al renacer de dos vidas. 

“El mundo es como un cerezo que lleva sin mirar 3 días”- Muriel Barbery.

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