Confieso que nunca había leído a Helena Iriarte Núñez (Bogotá, 1937). Y no lo hubiera hecho de seguro, de no ser porque me topé con una bellísima edición de Babel Libros, de una nouvelle – o novela corta, una de esas que es capaz de transportar al lector a un mundo profundo, de las más hermosas reflexiones posibles; su título: ‘Cuando te vayas, abuelo’ (2019)

Confieso que devoré la obra en una fría madrugada bogotana, entre las 5 y las 7 de la mañana. No pude parar. De hecho, quería subrayar todo el libro – sí, soy de las que subrayo, preferiblemente en lápiz, pero es mi forma de fijar la palabra – y quería apropiarme de todos los aforismos, pensamientos, de párrafos enteros que tocaban mi alma.

Aun me conmueve la historia de Beatriz, una artista retirada en el campo, a quien su abuelo manda a llamar, para reencontrarse a través de la palabra, antes de atravesar esa línea del horizonte, ese “cruce de tiempos y senderos”. En ese reencuentro abuelo-nieta, que en realidad es una reconstrucción amorosa del pasado, se desnudan las almas de dos seres humanos, con dolores y alegrías. Pero, sobre todo con sentimientos en carne viva que son sanados a través del relato, en donde lo que hay que hacer es salvar a ese pasado del olvido y comprender todo aquello que no se logró en las infancias perdidas.

El mundo que han construido Beatriz y su abuelo, es un mundo mágico: “A nuestro mundo secreto sólo se podía acceder por una red de caminos que nadie conocía y que llevaban al corazón del espacio encantado donde vivían los espíritus, y cuando ellos se ponían a contar historias, el abuelo y yo sabíamos que cada una era tan verdadera como lo del diluvio y la torre de Babel (…) Y lo que oíamos era nuevo y nadie más lo había conocido nunca, ´Porque hay que inventar la verdad — me decía —, imaginarla para creer en ella´”.

El recuerdo y vívida recreación de ese mundo creado entre abuelo y nieta, frente a la prematura muerte del padre de Beatriz, en épocas de “la violencia”, y el abandono de la madre, que sumen en soledades paralelas a los protagonistas, es, podríamos decir, una larga escena de amor.

La definición de la violencia acongoja el alma: “todos parecían asustados, corrían y se preguntaban algo que yo no alcanzaba a oír, o tal vez no podía comprender; al llegar a la casa había algo extraño; el nombre lo supe después; era la violencia, que parecía cubrir la casa, las calles, la ciudad toda y hablaba y daba órdenes y difundía el miedo…”

En la obra hay un mensaje claro: la necesidad de reconstruir la historia – incluidos, rencores, “sinperdones” – porque el perdón llega a través de caminos que no puede expresar más que el silencio, desamores, muertes; a través de fragmentos y vacíos que se vuelcan en palabras se torna en una necesidad ineludible para el ser humano:

“También el tiempo, como el mar, se lo llevó casi todo, salvo las palabras del abuelo que descifraban el vuelo de las aves y me enseñaban sus nombres, que recordaban lo que había guardado en los baúles o había dejado entre los matorrales una bruja olvidadiza; palabras que iban inventando un mundo para que mis ojos lo vieran aparecer como surgido del aire, historias viejas pero siempre distintas que respondían a mis preguntas…”

Y todos aquellos fragmentos contradictorios y vacíos de la memoria siempre podrán ser llenados: “…puedo inventar lo que falta; si hay repeticiones en su memoria y en la mía, es mejor desechar lo más borroso, ir armando con paciencia las figuras del rompecabezas y dejar a un lado las cosas pequeñas para estar atentos sólo a lo que ojalá algún día podamos comenzar a escribir.”

A través de una impecable e íntima narración podemos ir armando, ciertamente ese rompecabezas, desde la historia de los bisabuelos de Beatriz, podemos tejer las historias de esos seres memorables y sus entornos, “historias que durante tantos años habían formado parte del libro inagotable que guardaba en la memoria”; pero, sobre todo, la historia del abuelo, que Beatríz resume así:

“Y al mirarlo a través de los años, me pregunto cómo pudo enfrentar tantos dolores sin doblegarse nunca y mantener fresca su imaginación prodigiosa que transformaba la realidad y el pensamiento en palabras que parecían recién inventadas, como hace un niño, o el poeta que a lo mejor habría podido ser; pero es que la vida a veces se desprende del querer de cada uno y lo va envolviendo en lo que ella dispone.”

Y Beatriz sabe que es la encargada de que ese pasado, ese mundo mágico atrapado en la memoria de su abuelo, no se pierda. Y sabe también, porque su abuelo se lo dijo, que debe sanar ese pasado porque “el alma no puede guardar la sombra de tantos interrogantes que no te has atrevido a resolver; no puedes eludir siempre lo que está unido a ti, quieras o no aceptarlo; eso hace daño…” Y sanamos nosotros también con ella.

Helena Iriarte es una escritora colombiana, que sobrepasa ya los 80 años, y que ha sido una apasionada de la literatura en el más amplio sentido de la palabra. Si buscábamos voces femeninas, de inspiración y de gran calidad, en Helena hemos encontrado una de las mejores, tanto por su formación como por el continuado y consistente ejercicio de su pasión.

Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de los Andes y posteriormente se especializó en Literatura Hispanoamericana en el seminario Andrés Bello del Instituto Caro y Cuervo en Bogotá. Su actividad docente desde 1964 en el campo literario ha formado generaciones de humanistas que la recuerdan con gran cariño. Ha escrito ensayos, cuentos, novelas cortas: El universo de la música (1990), Graphicstudio: el campo expandido de la gráfica (publicado por la Biblioteca Luis Ángel Arango, 1998), Ésta es Colombia (Editorial Gamma, 2000), ¿Recuerdas Juana? (1989), Frente al mar que no te alcanza (1998), La huella de una espera (2004), y ésta que reseñamos.

Helena hace parte de ese grupo de escritoras que el país no puede ocultar ni olvidar, así que gracias a Babel Libros por tener varias de sus obras en la colección Frontera. Vale la pena leer “Bajo una luz más clara” y “El llamado del silencio”

“…como lo comprendí al regresar al pueblo después de muchos años, era diferente de aquel que aún sonaba en mi recuerdo, y yo, bueno, tendría que haberle preguntado a ese viejo mar si aún sabía quién era yo.”

Así somos, y así son nuestros recuerdos.

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.