Cuando empecé a leer esta breve novela, galardonada con el Premio Tigre Juan (Oviedo, 1989, escrita por el chileno Luis Sepúlveda (1949-2020), que vivió y pasó sus últimos años de vida en España – y murió recientemente de Covid en Gijón–, rememoré mis años escolares, cuando la selva amazónica se convirtió en motivo de adoración literaria a través de los cuentos del uruguayo Horacio Quiroga. Después, con el libro de Isabel Allende, ‘La ciudad de las bestias’ volví a sentir algo similar. Y ahora con esta obra maestra de Sepúlveda, mi amor por la Amazonía se hizo infinito. Como dice Sepúlveda: “Es la selva que se nos mete adentro.”

El protagonista es Antonio José Bolívar Proaño, un hombre con nombre de prócer que vive en El Idilio, un pueblo perdido en la región amazónica, en donde colonos blancos e indios shuar confluyen; sería demasiado decir “conviven” en un mismo espacio geográfico.

José Antonio, un hombre viudo y hecho a pulso, termina huyendo de la pobreza, viviendo en las tierras baldías de un pueblo regentado por un alcalde de pacotilla, símbolo del abuso de poder y la corrupción (“Babosa”, le llamaban por su excesivo sudor), después de haber convivido, él sí, con los indios shuar quienes le enseñaron los secretos de la selva “como si fuera uno de ellos, pero sin ser uno de ellos”.

El breve relato de la convivencia con los shuar es parte del corazón del libro. Los shuar lo salvan de la picadura de una serpiente Equis, con sus brebajes, rezos y cubriéndolo con ceniza en frío, de la cual sobreviven muy pocos, y es invitado a quedarse, “por hermandad de sangre”, junto con otro blanco que se convierte en su mejor amigo, Nushiño. Los shuar le enseñan a convivir con la selva:

“La vida en la selva templó cada detalle de su cuerpo. Adquirió músculos felinos… Sabía tanto de la selva como de un shuar. (…) entre estación y estación conoció los ritos y secretos de aquel pueblo. Participó del diario homenaje a las cabezas reducidas de los enemigos muertos como guerreros dignos y acompañando a sus anfitriones entonaba los ‘anents’, los poemas cantos de gratitud por el valor transmitido y los deseos de una paz duradera”.

Aprendería también a rastrear, acechar y cazar, lo cual sería fundamental en el desarrollo posterior de la novela.  

La novela es una mezcla de novela naturalista, romántica y de denuncia social. Relata cómo la llegada de colonos blancos, en este caso “gringos”, con sus ideas de “progreso”, falta de empatía, y absoluta “no comprensión” del entorno, va acabando con la selva.  La estrategia colonizadora de eliminación – asesinato – de lo diferente, como Nushiño y otros indígenas shuar, así como la caza indiscriminada de animales selváticos, va a tener su compensación en la naturaleza misma, a título de justicia entendida como el ajuste de la naturaleza.

El peligro se cierne sobre El Idilio cuando una tigrilla acecha al poblado, provocada por la muerte de sus crías y la herida de su macho, a manos de un colono gringo. Después de cuatro asesinatos, la fiera se convierte en el objetivo de una cacería organizada por el alcalde Babosa, en la cual se ve obligado a participar José Antonio.

El título de la novela es bastante sugestivo. José Antonio ha descubierto un día que puede leer, aunque no escribir: “Fue el descubrimiento más grande de toda su vida. Sabía leer. Era poseedor del antídoto contra el ponzoñoso veneno de la vejez. Sabía leer. Pero no tenía qué leer.” Hasta que el dentista que iba cada seis meses al poblado, le empezó a surtir de novelas de amor, que él memorizaba, leía, releía y devoraba, para huir de su pasado, de su presente y de la barbarie humana.

Novelas de amor puro. No del amor de “hembras ricas y calentanos” sino del “otro amor. Del que duele”, esas de “gran sufrimiento y finales felices”. Mientras estuvo con los shuar, Jose Antonio no necesitó conocer al amor. Pero, sin necesitarlo, lo conoció en la selva, de la mano de los shuar, ese “amor sin más fin que el amor mismo. Sin posesión y sin celos”. Ese amor en donde “nadie consigue atar un trueno, y nadie consigue apropiarse de los ciclos del otro en el momento del abandono”.

Una trama sencilla, con un tono delicado e intimista, pero con un hondo significado, fue publicada en 1988 y en muy poco tiempo, se tradujo a más de 60 idiomas; al día de hoy se han vendido más de 20 millones de ejemplares. La novela fue llevada al cine con guion del propio Sepúlveda, dirigida por el australiano Rolf de Heer y protagonizada por Richard Dreyfuss en el papel de José Antonio Bolívar, Timothy Spall en el papel del alcalde, y el español Gil Parrondo en la dirección artística. La película fue filmada en la Guayana francesa.

Como nos recuerda Patricia Chung, “la inspiración de Sepúlveda se originó en una expedición de la UNESCO para estudiar el impacto ambiental de la colonización en los indígenas Shuar. Allí conoció a Miguel Tzenke, síndico shuar de Sumbi en el alto Nangaritza y gran defensor de la Amazonia. Él le contó narraciones llenas de magia que le sirvieron para construir esta historia.”

Luis Sepúlveda fue escritor, periodista y cineasta. Emigró de Chile en 1977 tras la persecución iniciada en su contra por Augusto Pinochet. Viajó entonces por Latinoamérica; Nicaragua, Argentina, Uruguay y Brasil. Finalmente, en 1997 se radicó en Gijón, España, en donde fundó y dirigió el Salón del Libro Iberoamericano. Fue Caballero de Las Artes y las Letras de la República Francesa y Doctor Honoris Causa por la Universidad de Urbino en Italia. Escribió más de 20 novelas, las más conocidas: ‘Historia de un perro llamado Lea’, dedicada al pueblo mapuche (su abuelo lo era), ‘Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar’, ‘Cuando no tengas un lugar donde llorar’ y, finalmente, ‘Historia de una ballena blanca’, su última obra.

Nos queda, pues, su mensaje, mensaje de un amante de la ecología: un mensaje con el que logramos entender que no hay progreso sin empatía con la naturaleza. Y que ella, se las cobra todas cuando la alteramos.

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