Creíamos que la suma de las buenas personas, la inmensa riqueza geográfica o el amor por nuestra nación serían la cuota mínima para un país feliz, pero estábamos equivocados.

Aunque tenemos todo eso y mil cosas positivas, siempre ha sido difícil vivir en paz y alcanzar el progreso en pueblos y ciudades.

Veo impresionado cómo las historias de éxito, de los actores y deportistas colombianos, sin falta, tienen el componente de dolor y sufrimiento pues han sido víctimas de la violencia y la intolerancia.

Ahora, que se nos anuncian cifras aterradoras como un desempleo formal que llega al 20 por ciento, la destrucción de la producción y la falta de dinero en medio de la peor pandemia, nadie habla de cómo se afecta el inexistente indicador de la felicidad de manera grave.

¿Por qué nadie en Colombia menciona que tenemos derecho a ser felices?

Es claro que la felicidad grupal, genera oportunidades como la igualdad, el libre desarrollo de la personalidad y las herramientas para que salgamos todos adelante. No en vano, en la Universidad de Yale, la asignatura con mayor cantidad de alumnos inscritos durante su historia de 318 años, (1200 alumnos por semestre) es la clase de felicidad.

La felicidad no se puede traducir solo en tener dinero. Es calidad de vida, entornos amigables, políticas públicas incluyentes, cambio de hábitos individuales y una nueva conciencia sobre el nuevo camino que debemos seguir.

Solo basta mirar ciudad por ciudad, evaluarlas y si se quiere compararlas con otras ciudades ubicadas en países desarrollados para evidenciar el atraso físico y social.

“Es una lástima”, me repetían cientos de extranjeros que vinieron a aprender español antes del cierre de las fronteras, y que quedaban enamorados de estas tierras, pero más asombrados de la inercia de sus ciudadanos ante la posibilidad de buscar el cambio para bien.

La constante pelea, los discursos mentirosos, la manera como se maltrata y se humilla, la mala justicia, la falta de oportunidades, la violencia extrema e insensata, pero sobre todo el desequilibrio entre deberes y derechos ciudadanos.

Deberíamos empezar por recordar los errores del pasado para no volver a cometerlos. Que las familias sean el centro del buen ejemplo. Que las reglas sean para todos por igual, así como las oportunidades.

Ante un problema, siempre se debe buscar la solución. Y creo que ese el gran problema que tenemos en Colombia. Nos acostumbramos a no solucionar nada. Todo queda como ‘a fuego lento’ pero no se ven grandes cambios ni soluciones. Desafortunadamente, nos quedamos en el análisis del error. Pero no pasamos nunca a la solución.

En muchos casos fue necesario el ensayo y error para lograr mejoras que lamentablemente no atienden las necesidades de la mayoría, en temas complejos como el empleo, la salud, la educación y, obvio más complicado, la felicidad.

Una vez encontrado el camino, se debe revisar meticulosamente el paso a paso en busca de esa correcta solución para implementar.

No se puede resolver nada si no conoces cuál es el problema.

Sin entrar en negativismo ni entusiasmos, podrá coincidir en que pocas cosas funcionan como deberían.

Y lo más peligroso es que lo que ahora llaman polarización no es más que una falsa división, pues todos queremos lo mismo.

Queremos un país con oportunidades, donde cualquiera pueda ser feliz y donde no se le ocurra a nadie delinquir contra el otro. Simplemente, porque seguimos a un principio irrenunciable: Respetamos al otro a tal punto que puedo negarme a mí mismo.

San Ignacio de Loyola lo definía con una profundidad increíble. “Mi libertad llega hasta donde comienza la del otro”. Entenderlo ayudaría realmente a encontrar ese camino perdido hacia la felicidad que tantos políticos quieren comprar, pero no saben dónde la venden.

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