Ella, de 12 años, y él, de 28, se veían cuando su mamá salía a trabajar, justo cuando quedaban solos. Vivían en el mismo techo. Él era el esposo de Carmen, su mamá.

Llevaban una “relación” de 4 meses, en la que Rebeca era silenciada con el argumento de un amor imposible pero viviente. Pero ¡qué va! a esa corta edad, donde no existe madurez racional, ni emocional, ni siquiera corporal, nunca podrá decirse que era una relación consentida. A eso se le llama violación.

En aquel juego a solas él era el papá y ella era la mamá. Momentos que deberían borrarse de la mente de una niña violada. Pero no existe realmente aquel genio de la lámpara de Aladdin, ni la brillantez de la ciencia médica que sean capaces de borrar esas pesadillas reales que llegan al alma. Recuerdos que quedan como estrías en pieles rasgadas y sufridas.

Pensó que moriría. Sus lágrimas escurrían por sus pómulos rozagantes que se oscurecían como láminas de pedazos de piel necrosada.

Pero no podía contarle a nadie. Guardaba ese secreto y sufría en silencio. Estaba condenada a permanecer con su boca sellada, como voces cocidas con agujas capoteras.

No se hallaba. Quería esconderse. Necesitaba un abrazo de su madre, pero sentía vergüenza de pedirlo. Necesitaba llorar, pero no ser delatada. Necesitaba sentir la calma que sentía al peinar a las muñecas y a jugar escondite con sus amiguitas. Necesitaba volver a ser ella, una pequeña niña.  

Desde ese juego mezquino su vida cambió. Se volvió una niña en una tristeza profunda. Entró en depresión. Solo quería permanecer en la ducha y dejar correr el agua por su cuerpo, anhelando desintoxicarlo para siempre.

Pero ¡qué va! No existe un desinfectante ni píldora medicada ni bioenergética para olvidar. Para olvidar lo vivido. Lo sentido. Sin empezar a vivir su propia vida y ya estaba su cuerpo marcado; pero más que eso, su alma. Sus sueños desteñidos y quemados como un Amazonas encendido en verano.

Se sentía insegura, adolorida, resentida. Con un corazón que latía odio. Sintiéndose culpable de haberlo permitido. Su sonrisa se apagó, como vela de funeraria. Sus ojos nunca volvieron a ver la alegría. Sus dientes no volvieron a asomarse a la ventana. Su piel solo sabe respirar dolor. Exhala amargura. Inhala compasión. Compasión por ella misma.

No ha existido un día en que sus ojos se abran y no recuerde esos atroces momentos. Y precisamente eso, y algo más, fue la que la delató y permitió que ese silencio, el silencio del inocente, se interrumpiera.

Fue su madre quien lo vio. Una madre es capaz de descubrir en los ojos de sus hijos el sentimiento que cobija su alma. Se imaginó una tristeza viviente, pero, jamás pensó que lo que iría a escuchar era una canallada.

Carmen se derrumbó. Eran ahora dos mujeres con historias en plena escena terrorífica. Escalofriante. Denigrante. Crucificante. Su hija estaba siendo violada por el que creyó era el amor de su vida, el padre de su pequeña hija de 2 años.

Una madre desgarrada de dolor. Una madre revolcándose con el sufriiento de su hija, porque no existe dolor más grande para un padre que ver a sus hijos padeciendo.

Una madre que no merece ser juzgada. Una madre que ahora necesitaba más furezas que nunca para apoyar y proteger a esa niña de sus ojos que hoy temblaba de miedo. Una madre que, al igual que su hija, necesitaban llorar, gritar, desintoxicar, sanar y empezar de nuevo.

Una madre reventada en vida. Con su corazón de madre degollado y con sus sentimientos atropellados y aplastados. Una madre doblegada al amor. Creyente en un hombre que lucía impecable en sus sentimientos.

Ya el daño estaba hecho. No había cómo retroceder y lo que venía era un horizonte que, aunque lucía empañado, debía afrontarse.

Una familia destrozada por un hombre que le dio la berraca gana de abusar de una pequeña de 12 años que hoy sobrevive para vivir por alguien más: por un ser de 5 días de nacido.

Mónica Toro de Ferreira
Mónica Toro de Ferreira

Una historia desgarradora que se repite en nuestra Colombia, con la desfachatez de algunos que se creen machos en esta vida y que solo merecen una verdadera cadena perpetua.

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