Hace unas semanas apareció en Netflix el documental ‘The Social Dilemma’, en el cual se resalta la creciente influencia de las redes digitales en la vida comunitaria y de las empresas que las gestaron. Se recogen testimonios de exdirectivos de estas plataformas, expertos en inteligencia artificial, sobre lo bueno y lo malo que ellos le han aportado a la sociedad.

No hay duda de que Facebook, Google, Pinterest, WhatsApp, Instagram, Tik-Tok, entre otras, han hecho aportes invaluables a la sociedad. Para citar solo tres casos, plataformas de teleconferencia, como Zoom, Microsoft Teams y Google Meet, han apoyado durante la pandemia la productividad empresarial, mientras que el buscador Google nos viene proveyendo de una enciclopedia insuperable, para algunos equiparable a Aleph de Borges.

Sin embargo, estas empresas fueron evolucionando y a lo largo del tiempo acumularon una información detallada sobre cada uno de los humanos, procesada y almacenada en súper computadores cada vez más poderosos. Con base en esa información, estas empresas nos conocen mejor que nosotros mismos, saben a qué hora nos despertamos, qué leemos, con quién nos comunicamos o qué compramos. Y con ella predicen directamente o les permiten a terceros predecir nuestras conductas. En otras palabras, construyen modelos que infieren el comportamiento de los mercados con una altísima precisión, en la medida en que ya no construyen sus proyecciones a partir de muestras, sino de reportes detallados.

Esa es la información que incorporan a sus modelos de negocios o la que les produce trillones de dólares anuales cuando la venden a terceros. Y esa es la información que les permite a los usuarios asegurar la demanda por un producto, promover una moda o incitar una conducta. En muchas ocasiones con un objetivo altruista, como cuando se estimula la lectura o el buen manejo del medio ambiente, pero cada vez más con el de manipular nuestros cerebros, sembrar fanatismo u obtener cierto tipo de reconocimiento personal a partir de ‘influencers’, ‘likes’ o ‘retuits’. Las pasadas elecciones presidenciales en Estados Unidos o la violencia observada en países diversos son apenas pequeñas muestras de lo que está sucediendo y de lo que se ve venir.

No sorprende entonces que la Generación Z (la de los que nacieron después de 1996) sea la que muestre las tasas sorprendentes de depresión y de suicidio que está mostrando, que se explican por el sentimiento de fracaso que algunos niños perciben por el hecho simple de que los otros de ‘la red’ poco los valoran o porque su estilo de vida difiere mucho del que ven en ellas.

Pero están llegando además otras disrupciones sociales que, conjuntamente con las redes, anuncian la más profunda transformación de la civilización humana. Se trata de los avances que ya se observan en sectores como la información, la alimentación, los materiales, el transporte, la energía y los que son impulsados por procesos de producción novedosos.

Basta recordar la caída en el costo de producción de energías alternativas, como la eólica y la solar; la reducción definitiva de los precios del carbón; la menor demanda por petróleo; la irrupción de los automóviles eléctricos, autónomos, y por demanda; los impactos positivos de la “secuenciación del genoma” en el costo de las proteínas (como resultado de los cuales en 2030 el hato ganadero de países como Estados Unidos se habrá reducido a la mitad del actual); los próximos viajes hipersónicos, a cinco veces la velocidad del sonido; las computadoras biológicas capaces de actuar sobre células vivas para detectar el impacto de una droga o prevenir el cáncer.

Se trata de avances apoyados en un nuevo sistema productivo que privilegiará la creatividad sobre la rutina; la abundancia sobre la escasez; y la competencia sobre la protección. Un nuevo sistema de producción en el cual materias primas como el carbón, el petróleo, el acero o el concreto cederán su protagonismo a los fotones, electrones, ácidos nucleicos, moléculas y bits.

Como se destaca en una publicación reciente cuya lectura recomendamos (Rethinking Humanity, Five Foundational Sector Disruptions, the Lifecycle of Civilizations, and the Coming Age of Freedom, James Arbib & Tony Seba, June 2020), un escenario posible antes de 2030 es que, por cuenta de la reducción en los costos de producción y de la creciente productividad de los factores, los humanos puedan vivir confortablemente con un presupuesto de apenas 200 dólares mensuales.

Lo único que no garantiza esa nueva era es que el capitalismo frene la concentración en unas pocas manos (¿cien ciudadanos?) de la riqueza y del poder tan inmensos que seguirán apareciendo en las próximas décadas. Para poner apenas un ejemplo, Elon Musk es el gran protagonista de los carros eléctricos y autónomos (Tesla); el del tráfico intercontinental a través de tuneles (the Boring Company); el de los viajes privados al espacio, a la Luna y A Marte (SuperX); el de la mayor firma del mundo en inteligencia artificial (OpenAI), y ahora el de la interfaz entre el cerebro humano y las máquinas inteligentes (Neuralink). Según Forbes, gracias a sus diversos emprendimientos, Musk es hoy el quinto hombre más rico del mundo, con una fortuna de USD 90 billones ¿Se imaginan ustedes el riesgo que afronta nuestra generación ahora que estos súper ricos pueden además manipular nuestras decisiones? ¿No será que si nos descuidamos estaríamos a unos pasos de una nueva esclavitud?

Se trata de temas que hoy se tratan en círculos reducidos de intelectuales del primer mundo no obstante el impacto que podrían producir en el tejido social. ¿No será que el Gobierno incluya temas como este en la agenda de nuestro Ministerio de Ciencia y Tecnología? ¿No será que debemos liderar este proceso en América Latina? Aún cuando parecen ciencia ficción, se trata de realidades que están allí, a la vuelta de la esquina.

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