Desde hace años se han venido observando indicadores de que la educación se enfrenta a retos disruptivos de diferente orden. Aparecían poco a poco estudiantes con una nueva actitud, demandando servicios diferentes. Estudiantes renuentes al aprendizaje indiscriminado de contenidos, que entendían que los “buscadores” como Google o YouTube estaban allí para ofrecer una mina infinita de información, dejándoles tiempo para más bien desarrollar habilidades investigativas, crear, o soñar.

Se cuestionaban esos estudiantes por qué razón, por ejemplo, había que destinar cuatro o cinco años a obtener un título profesional, y no solamente uno o dos años para adquirir los conocimientos y habilidades específicas que les permitieran ubicarse en el mercado laboral sin afectar el patrimonio familiar por cuenta de las matrículas. En el caso de estos estudiantes, los diplomas, que antes certificaban conocimientos y adornaban la sala de la casa, pasaron de pronto al “cuarto de San Alejo”.

Se trataba -y se trata- de una nueva generación, una generación iconoclasta que, por su familiaridad con los computadores, softwares y plataformas, mira “por encima del hombro” a algunos de sus docentes, abrumados por los avances tecnológicos. Se trataba de síntomas que, por sí mismos, anunciaban cambios estructurales en el servicio educativo: nuevos currículos, la urgencia de una nueva infraestructura tecnológica, nuevas modalidades educativas (la virtual, entre ellas), docentes actualizados y la demanda de una experiencia estudiantil que se adaptara a las nuevas formas de ver el mundo.

Pero llegó la pandemia y los síntomas se han profundizado, al punto de que en el presente semestre la matrícula de algunas instituciones colombianas de educación superior ha caído en más del 50%. Los jóvenes sienten que las restricciones derivadas de la pandemia deterioran su experiencia educativa y limitan la interlocución con sus pares y maestros y, en consecuencia, han suspendido sus matrículas mientras se informan sobre cómo pintará el próximo semestre.

Mientras tanto, la pandemia hacía evidentes las necesidades seculares desatendidas por el Estado: la falta de financiación a los estudiantes de menores recursos y, en particular, la débil estructura patrimonial del ICETEX, que le impide a esta institución expandir su cobertura con los retos de la nueva era; las diferencias inaceptables entre estudiantes que cuentan con dispositivos móviles (tableta, laptop o celular inteligente, o computador tradicional) y la mayoría que en pleno siglo XXI carece de acceso a ellos; o las existentes entre quienes cuentan con acceso a la conectividad y la mayoría que no cuenta con ella.

Ganó evidencia la importancia de la tecnología asociada a la educación, sea bajo el modo virtual, a distancia o en la forma de clases presenciales y sincrónicas ofrecidas en ambientes pedagógicos cercanos a la realidad, como los construidos a partir de simuladores de alta precisión.

Ante un panorama tan variable, no queda duda de que las instituciones educativas públicas y privadas tendrán que ajustar sus planes. Las de naturaleza pública para lograr el uso más eficiente de sus asignaciones presupuestales, mantener y mejorar la calidad del servicio y ampliar su cobertura. Las de naturaleza privada para, además, mejorar cada vez más la calidad de sus programas y lograr un desarrollo autosostenible a partir de sus matrículas e investigaciones.

Pero desde afuera llegan otras disrupciones que están dando origen a la más rápida y profunda transformación de la civilización humana. Se trata de los grandes avances recientes en sectores como la información, la alimentación, los materiales, el transporte y la energía, o que son impulsados por procesos de producción novedosos.

Basta recordar el desarrollo reciente de las energías alternativas, como la eólica y la solar, cuyos costos de producción decrecientes aseguran su competitividad en esta misma década. La caída en picada y definitiva de los precios del carbón, la menor demanda por petróleo, la irrupción de los automóviles eléctricos, autónomos y por demanda. O los impactos positivos de la “secuenciación del genoma” en el costo de las proteínas, como resultado de los cuales en 2030 el hato ganadero de los Estados Unidos se habrá reducido a la mitad del actual. O los próximos viajes hipersónicos (a 5 veces la velocidad del sonido), o las computadoras biológicas capaces de actuar sobre células vivas para detectar el impacto de una droga o prevenir el cáncer.

Se trata de avances apoyados en un nuevo sistema de producción que privilegia la creatividad sobre la extracción, la plenitud sobre la escasez y la prosperidad y la colaboración sobre la inequidad y la competencia. Un nuevo sistema de producción en el cual los fotones, los electrones, el ADN, las moléculas y los bits, por esencia ubicuos, reemplazarán al carbón, al petróleo, al acero, al hato ganadero y al concreto. Un nuevo sistema que será liderado por naciones y grupos sociales colaborativos, acostumbrados al trabajo en equipo y fanáticos de la creatividad, la curiosidad y la apertura mental.

Todas estas disrupciones y retos -las planetarias y los nacionales- dejan espacio para que nuestra sociedad sea protagonista en la era que ya ha llegado. Lo podríamos lograr siempre que entendamos que la tracción fundamental para ese protagonismo se tendrá que originar en un sistema educativo con currículos y ambientes ajustados al nuevo orden. Y que habrá que destinar a esta tarea los recursos que sean necesarios, que no serán pocos. Es difícil, pero lograble. Abandonar las minucias que nos separan, pensar en grande, convencernos de que podemos ser protagonistas y ajustar nuestras instituciones tendrá que ser el camino.

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