[…] sin tener que introducirse un hisopo hasta donde empieza el cerebro y se cae la lágrima por hacer un test de antígenos que encima siguen siendo carísimos. Hoy viajar se convirtió en una maratón de estrés. Los aeropuertos exigen pasaportes Covid y también formularios eternos que se tienen que rellenar con paciencia de joyero porque estamos en pandemia, y si tú no te has enterado de que te iban a pedir ese formulario, ya estarás corriendo con tu móvil en las manos, suplicando para que no te falle y se conecte a la red, y te permita rellenar los 55 campos requeridos que vas completando con tu fe intacta de que tu telefonito no te abandonará, pero lo cierto es que tu Samsung ya tiene tantos años que podría haber entrado a primaria, y se apaga solo, y tiene el almacenamiento lleno, y la parte de la cámara reventada, con una araña de largas patas por donde se le ven las largas roturas de aquel golpe que le metió esa caleña en una fiesta.

De pronto quieres llorar, quieres pedir ayuda, porque sí, a ti estas cosas no te suelen pasar, porque acostumbras a prepararte bien tus viajes, pero hoy esta compañía aérea no te ha mandado el formulario, y cuando has querido imprimir el pase de abordar en el aeropuerto (este es un gran consejo que me ha salvado varios viajes) te han sorprendido con que, sin el código QR que sale después de ese formulario, (y que sabes que es eterno y enredado) te vas a quedar en tierra.

Aparte: ni te sabes las provincias de ese país en el que estás. En algún momento dices que te vas a inventar las respuestas, pero luego te das cuenta de que nunca es una gran idea. Por ley murphiana, si mientes en una casilla de un formulario, en esa casilla estará la llave para abrir el documento. Así de absurdo es el juego.

Recuerdas que hace 24 horas tuviste que hacerte una prueba de antígenos en francés, y que los resultados te los enviarían a tu correo. Pero no contaste con un detalle, los resultados no se descargan así no más. Te pedirán tu fecha de nacimiento (ojo si te dio por poner otra en un alarde de rapidez) y un código numérico que llegará a tu teléfono. Pero tu teléfono no es francés, y es probable que no te pueda entrar un SMS en ese país. Todo está pensado para que te quedes sin los resultados. Para que no puedas salir de ahí. Para que todo sea complicado y te empiece a estallar la cabeza.

Eres una solucionadora de problemas, desde niña. Pero esto empieza a convertirse en el juego del calamar para ti. Has venido por trabajo a Francia, tienes claro que vas a estar tan solo por dos días y una noche que se te hace larguísima porque no te encanta cenar sola o encender el televisor y no entender un jopo. Por las calles la palabra que te despachan una y otra vez es Desolé, algo que te inspira todavía más tristeza.

De un tiempo para acá piensas que donde mejor duermes es en tu cama, con tu perro, y con la ventana a la derecha. Con los ruidos de tu casa, con los olores de tu habitación.

Los viajes de trabajo son así: tienes claro que los haces porque tienes que cumplir con un horario y unos objetivos. Antes te ilusionaba salir de viaje de trabajo, ahora preferirías no tener que coger dos vuelos, dos aeropuertos y superar todos los requisitos de las aerolíneas, de los gobiernos, de las fronteras, de los ministerios. Te brota por los poros el cansancio de esos madrugones que te tienes que pegar para aterrizar y volver a tiempo, de ese tráfico que te hace pensar que en bicicleta habrías llegado antes. De esa señora que no te quiere ayudar con lo que te está pasando, de la otra que está pensando en qué más puede quitarte porque sigues pitando por el escáner. Ya te despojaron de tus aretes, de tu collar, de tu computador que se han llevado a otro cuarto, y al final te han metido una requisada tan brutal que te ha hecho decirle que tus tetas son naturales, por si acaso no se había dado cuenta con la masajeadera a la que te ha sometido sin decirte Desolé.

Finalmente llegas a la sala de espera con gotitas de sudor en la nariz, siempre debajo de esa nefasta mascarilla que detestas. Decenas de personas se agolpan desesperadas por meterse en ese avión con todos los QR que les van a pedir. Decides comprar agua.  El agua más cara que has comprado en tus últimos 43 años. Igual si abordas en último lugar no pasa nada. Te sientas en la fila 5D. Piensas que has superado la prueba. Sabes que alguno no dirá lo mismo. A tu lado va un hombre que quería tu puesto, que toquetea todos los botones y se lee las instrucciones de seguridad del bolsillo del avión. Abre y cierra la persiana como un niño, no se relaja ni un minuto. Está en alerta. A tu izquierda va un tipo de unos 40 años que está abrazando dos pasaportes morados y que cuando está despegando el avión se pone a rezar en voz alta. Normal, pienso yo: si es que esto de volar está sobrevalorado. Volar, más que un disfrute, ahora se ha convertido en un motivo para no tener nada que celebrar, y mucho que sufrir.

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.