Y aún así, jamás lograríamos encasillar la novela, ni a su joven autora, aquella que nos dice que escribir es pensar, y pensar es darle palabras a la realidad. Y escribir puede ser sencillamente eso, escritura en la que lo verdaderamente importante puede ser el camino…

Con la lectura de este libro he descubierto una voz femenina que ya había podido leer como columnista en la antigua revista Arcadia. No he tenido la oportunidad de leer su libro de cuentos ‘La naturaleza seguía propagándose en la oscuridad’, ni su libro ‘Autoridad y Verdad -Schmitt, Kelsen y Strauss, lectores de Hobbes’, este último texto fue en donde su mismo editor refiere: “La teoría política de Hobbes se presenta a la luz de las lecturas de tres autores que se ofrecen como sus lámparas. Contemporáneos entre sí, al tiempo que leen a Hobbes reaccionan a la situación crítica de Alemania en la que se gesta la catástrofe política más grave de la historia.”

Fue cuando la vi en el lanzamiento del libro – una amena charla con la escritora colombiana Yolanda Reyes, por el Facebook Live de Planeta, que dije: “Esta mujer debió escribir una maravillosa obra. Con sus silencios y emociones, con sus oscuridades y devociones.”

Andrea es como un ser humano “prodigio”. Estudió Literatura en la Universidad de los Andes. Se doctoró en Filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Ha sido profesora de los departamentos de Ciencia Política y de Filosofía de la Universidad de los Andes y profesora invitada en la Universidad Autónoma de México. Y una voz implacable, pero suave, que resuena más que cualquier grito.

La novela que hoy reseño, de título largo, ‘La carretera será un final terrible’ (Tusquets Editores, 2020) que le tomó más de 2 años escribir, hace de los pequeños detalles – de la naturaleza, de la cotidianidad, las pequeñas grandes reflexiones – los grandes protagonistas.

Todos pensamos en las idílicas montañas como zonas de refugio, paz, armonía calma. Ana, la protagonista, una profesora de humanidades de alguna universidad bogotana, ha sido diagnosticada con una enfermedad cuya prescripción médica es, justamente, el descanso, y eso es lo que hace: irse a la montaña, a cumplir sus días de incapacidad. Pero en la montaña se pierde: “Me había perdido por mucho tiempo en un lugar que no comprendía, un lugar vago y tortuoso, pero también de gran belleza” Tal vez sea un libro de pérdidas, empezando por la de sus padres y la de Raquel, su hija. De Julia su hermana, ya andaba perdida. Julia, que a lo largo del libro está a punto de quedarse ciega, en un país extraño, sin esposo y con hijos y cada día más lejos de Ana.

Y la montaña la hizo, también, perderse de su pareja, Luis, quien le dice “Yo no podía quedarme (…) Cuando te dieron la incapacidad y te pidieron que dejaras la universidad, te volviste muy difícil. No estabas pasando por un buen momento, yo lo sé, pero me cargaste con todo tu dolor y toda tu culpa. No era conmigo con quien tenías que aliviarte, Ana. Tampoco con tu hija…”; la hizo perderse de si misma, y de su hija, amigos…

Lo que para unos es un viaje al sosiego, para Ana, fue todo lo contrario: un viaje, no a un infierno, pues lo sutil de su lenguaje, de su palabra, hace que el lector no lo perciba así, pero si un viaje a la melancolía, a la tristeza, al vacío. Podríamos decir que se trata de un viaje a la Oscuridad – así con mayúscula, cuyos símbolos abundan a lo largo del libro – una golondrina de cuerpo negro y compacto, la noche. Y es por eso que el libro cuenta, no su viaje de ida a la montaña, sino su viaje de retorno a la ciudad, como si saliera de la oscuridad a la luz, un viaje que empieza con lluvias extremas y un derrumbe, como si la vida se encargara de ponerle obstáculos a su regreso, prosigue con un violento episodio de alcohol y sexo, y culmina con el encuentro con su hija, cuyo sabor y circunstancias no diré porque ya he revelado bastante más de lo que, creo, la misma autora hubiera querido… Y el libro sigue con más.

Andrea nos deja ver las influencias que la literatura japonesa, el budismo zen y la literatura de Kafka – en especial sus “Diarios”, han dejado en su alma y su escritura. Esos silencios y esa necesidad kafkianos de observar y obedecer. También su prosa poética nos habla de las influencias de Emily Dickinson, Lucía Berlín, Carson McCullers; sus reflexiones profundamente filosóficas evidencian las influencias de Platón – y su “Timeo”, Copérnico, Leibnitz, Kant.

No solo Ana y la montaña son protagonistas. Lo es también el silencio perturbador: “El silencio me entraba por los oídos y producía un silbido agudo que no me dejaba pensar”; “El silencio del bosque me golpeó los oídos”.

Las estrellas y el firmamento son también personajes esenciales. Se trata de personajes amables asociados, además, a su vecino Gonzalo, esa oportunidad del amor y la amistad que nunca pudo o quiso darse – nos quedará la incertidumbre, quien acostumbraba a leer ‘Las revoluciones celestes’ de Copérnico y a hablarle a Ana de ese cielo, esos planetas, esos astros.

Los sueños, indudablemente, son protagonistas. Como ella misma nos dice: “Los sueños son, con la literatura, la principal fuente de mi escritura. De hecho, creo que la literatura es un gran sueño compartido. A través de los sueños siento que estoy en contacto con algo con lo que no podría estar yo, con mi pequeñez, en contacto.”

A propósito de montañas y con este libro de Andrea, no puedo dejar de recordar, pero a modo de psicología inversa, un lugar maravilloso en el que estuve justo una semana antes de La Gran Pandemia, y en el que escribí mi columna radial sobre Saramago y su ‘Ensayo sobre la ceguera’. Contacté entonces a sus dueños por estos días y… ¡ya volvieron a abrir!

Es un precioso hotel que se llama “Alma”, en medio de un oasis verde en pleno desierto de La Candelaria, muy cerca a Villa de Leyva, Colombia. Una construcción totalmente ecológica y con aprovechamiento de recursos y servicios totalmente sostenibles. Desde la terraza de mi habitación – y de todas las que hay – se obtiene una vista hipnótica de la montaña y, a no mas de 10 minutos, se encuentra un nacimiento de agua dulce, una bellísima cascada, y unos caminos extraordinarios, todo propicio para la inspiración y el reencuentro con la naturaleza y con uno/a mismo/a. Llegada la noche, no puede uno/a menos que admirar esos astros de Ana y Gonzalo – la Vía Láctea, Orión, Andrómeda, sin más compañía que el silencio del desierto.

Me duele mucho la afectación del turismo en la cuarentena. Por eso no puedo dejar de admirar a Leonor y Felipe, los emprendedores de “Alma”, que pudieron volver a abrir sus puertas para que, enamorados/as de la naturaleza como yo, pudieran ir a leer y a reconectarse con su interior y energizarse con la naturaleza. Volveré allá todas las veces que pueda, a leer, a escribir estas columnas, a valorar cada instante de la vida.

“Yo vivo en la montaña. Para mí es un lugar muy real. Amo la naturaleza que me rodea e intento conocerla cada día. Aunque nada, creo, puede reemplazar la presencia real y plena de la naturaleza en nuestra vida, supongo que la montaña es también un lugar mental, simbólico. Es el lugar del retiro y del silencio.” – Andrea Mejía

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