Al eslogan de la sociodemocracia alemana de los años 50, “tanto mercado como sea posible y tanto estado como sea necesario”, hoy el mundo digital puede exigirle a los emprendedores anticiparse al cumplimiento de estándares legales y éticos no cuando se hagan exigibles, sino como convicción reputacional de la que pueden también obtener réditos competitivos.

Y Rappi podría ser pionera porque se mueve en un entorno digital donde hoy se definen reglas nuevas y no están claras las responsabilidades dada esa línea gris donde surgen las innovaciones y negocios que se adelantan a su tiempo en materia de regulación y reglamentación, lo que habla bien de la capacidad del mercado de estimular y no restringir la creatividad.

Aún así, las protestas de los ‘rappitenderos’ que reclaman el trato de una relación laboral -inexistente-, abren una discusión necesaria sobre el papel que las plataformas digitales alcanzan como grandes intermediarias de transacciones virtuales que afectan realidades locales y a personas de carne y hueso.

Rappi es una ‘startup’ orgullo de la capacidad de los empresarios colombianos, hoy no genera utilidades por su modelo de crecimiento acelerado para lograr la escala y estabilidad que le permitan obtener rentabilidad en el largo plazo; opera en Colombia, México, Brasil, Uruguay, Argentina, Chile y Perú, vende más de US$25 millones anuales, está valorada en US$500 y es fuente de ocupación e ingresos para ‘rappitenderos’ entre los que hay desde inmigrantes hasta ciudadanos en medio del rebusque.

Necesitamos muchos más emprendimientos como Rappi y antes que obstaculizarlos hay que estimularlos, pero eso no significa abandonar la discusión sobre la asignación de responsabilidades a los actores de la cadena entre plataformas, ‘rappitenderos’,  y usuarios respecto al bienestar presente y futuro de todas las personas que hacen posible el negocio y no solo del estado como último refugio de la atención social.

Si bien el Ministerio de Trabajo ha manifestado que “los contratos de Rappi no son informales, (sino) contratos independientes que hace el trabajador con la empresa o la plataforma, (lo) que no implica por parte de la plataforma la necesidad de pagar seguridad social y pensión (…)”; esta “informalidad” busca resolverse de alguna manera mediante un proyecto de ley que establezca la cotización a pensión por horas para aquellas ocupaciones que generan ingresos mediante uso de plataformas y que no son empleos formales; lo que es una medida preferible a no tener acceso a salud, alguna pensión o ahorro para la vejez.

La connivencia con la informalidad por años como parte del paisaje social y los altos costos de la formalidad y la contratación que compone la inflexibilidad laboral, han aplazado el bienestar a miles de ciudadanos entre los que se encuentra un 44% de los trabajadores colombianos que devengan menos de un salario mínimo y para quienes no existen sindicatos, centrales de trabajadores o institucionalidad, ni concertaciones del salario mínimo cada final de año, es un nuevo precariado.

A cada quien le corresponde una responsabilidad. Las plataformas pueden autorregularse y acoger estándares éticos que hagan inocua la acción estatal y la facturen como “responsabilidad social” o “valor compartido” ante sus clientes o ventaja de servicio frente a la competencia, lo que es una tendencia mundial que presta cada vez más atención a las condiciones de negociación con proveedores -facturaciones a plazos justos por ejemplo- y no solo como obligación con la ley vigente.

Los usuarios también tienen una responsabilidad, el consumo ético obliga a adquirir productos y servicios legales y no promover la informalidad, así ésta conduzca a un precio asequible a los consumidores o un costo bajo que debería revaluarse como elemento de rentabilidad -para quienes así la consideran en su modelo de negocio-; y que fue la discusión evadida en la multa a los compradores de la famosa empanada en el espacio público, escena de nuestra complacencia con la pobreza sin pensar en el futuro de los más débiles y que requiere acciones y respuestas de la sociedad en su conjunto.Por eso parte de la regulación contemplaría que también sea el usuario quien pague en línea en algún porcentaje lo que significa adquirir un producto y/o servicio cuya cadena comercial garantice aportes a salud, pensión y riesgos laborales en el esquema que finalmente se determine y que ya tiene un respaldo al garantizarse un piso de protección social en el nuevo plan de desarrollo.

Podemos pecar de optimistas para que esto se logre y de escépticos de que se cumpla, pero este optimalismo podría resolverse si el mercado digital que reclama libertad en la red aplica una reflexión de justicia social con los que están en las calles y se adelanta como pionero a incorporar al modelo de negocio la preocupación social sin que las protestas o el estado se lo exijan primero.

No puede ser que un mundo hiperconectado donde las redes sociales exaltan y condenan por doquier, sea incapaz de transformar las realidades y solo reproduzca en la red los males sociales que los gobiernos y algunas industrias del pasado no pudieron cambiar.

No debería olvidarse que el mundo de Internet que disfrutamos hoy no lo diseñaron los políticos a los que siempre se cuestiona y atribuye las desgracias de la sociedad, sino ingenieros y programadores de sistemas que pensaron un mundo diferente. Es hora de que lo sigan demostrando.

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