Fallo de 171 páginas de la Sala Civil de la Corte Suprema denota nuevamente las corrientes ideológicas y políticas al interior de la justicia, marco de acción que no permiten tener una distancia frente a los hechos y una mirada imparcial sobre los acontecimientos colaterales del inconformismo ciudadano. Más que una violación a los derechos fundamentales a la expresión, reunión y protesta pacífica lo que está de fondo es una discusión sobre lo que ocurre al interior de esas marchas y termina desbordado en violencia. Inocente es creer que la turba con botellas incendiarias para quemar los CAI o sujetos con instrumentos letales empleados para atentar contra los agentes del orden están aferrados a la constitución y el pronunciamiento pacífico.

Flujo informativo colombiano desborda la capacidad de memoria de la población, naturalización del conflicto denota la descomposición ética y moral de una parte de la sociedad y las consecuencias que se tienen por hacerse los de la vista gorda, tragarse sapos o ser tan débiles, con los maleantes. Asimilación de la violencia, como un componente natural del país, conlleva a que actitudes de bárbaros insensatos hagan gala de su mezquindad y desde el artilugio de la palabra, quienes fungen como próceres humanos, activen marullas que acaban por dividir y profundizar la polarización de la opinión pública. Protesta ciudadana en las calles colombianas son un fiel reflejo del agrietamiento y doble racero que se tienen para estratificar las muertes y ponderar la miseria en que sucumben focos ciudadanos.

Antes que mecanismo para avanzar, las marchas se han constituido en foco de protestas que legitiman el destruir, incinerar, robar y atentar contra la integridad del otro. Tóxicos personajes, inconformes con su propia existencia, se toman las calles y se ensañan contra el orden público, violencia y venganza que los hace insensibles a la vida en sociedad. Oscuros sujetos que son unos “gentlemen” en el día, pero en la tarde–noche sacan el ogro que habita en ellos y despierta un odio visceral contra el gobierno y las fuerzas policiales y militares; acciones que lejos de la solidaridad instaura, en el imaginario colectivo, un prejuicio que estigmatiza la marcha poblacional y despierta el rechazo generalizado a la política pesimista del insulto y la descalificación que apabulla el establecimiento del diálogo y la exposición de argumentos.

Mal sería no reconocer que a la vía pública han salido una convergencia de factores legítimos de la protesta: ciudadanos con hambre en medio de la crisis laboral, sujetos impactados por la violencia urbana y rural, personas perseguidas o perfiladas por los órganos de seguridad del estado que extralimitan sus funciones, entre otros. Genuinos afectados ven cómo el alzar su voz, en el marco de un derecho constitucional, se desdibuja en medio de los tiros, las papas bombas, los gases lacrimógenos y las piedras que parten de lado y lado, pero nadie asume como propias. Quebrantamiento de la coherencia entre la acción y la razón llama a hacer un mea culpa de cada uno de los actores que atomizan el vínculo que debe existir entre los habitantes de la nación y las autoridades.

Preocupante manto de duda siembra ahora la Corte sobre la fuerza pública al endilgarle una intervención sistemática, violenta y arbitraria en la protesta social, debate de múltiples aristas que deja en el ambiente un aire de inminente reforma, necesaria, en las extralimitaciones de la Policía y el Ejercito, pero a su vez en la identidad democrática de una sociedad que no admite puntos medios y solo opera desde los extremos –amigo y enemigo, izquierda y derecha, buenos y malos–. Divergencia ideológica que involucra en el conflicto a menores de edad que tienen el ímpetu para cometer actos al margen de la ley, pero no para asumir las consecuencias que ello acarrea. Debate público que debe desvincularse de los intereses políticos desestabilizadores que quieren un gobierno arrodillado y sumiso ante el vandalismo que amedrenta la tranquilidad ciudadana.

Figuras icónicas de la política difícilmente harán algo diferente a buscar el beneficio propio, pescar en rio revuelto para conseguir el poder que tanto adulan. El ejercicio político antes que propender por la igualdad requiere generar desigualdad en la democracia interna, oportunismo circunstancial que se solidifica en la decadente moral y amargura ociosa de caudillos que casan idiotas útiles, marionetas cegadas que se alinean a imperfectos proyectos que en discurso construyen un mundo ideal, pero en momentos de crisis solo aportan un dedo en la llaga que pulveriza los ideales partidistas, destruye la sociedad y acaba con el país dejando en el limbo a quien fielmente les sirvió.

Incitar a la violencia se ha constituido en el instrumento ideal de manipulación en el que confluyen intereses ocultos y desestabilizadores de violentos y líderes políticos que quieren colapsar la democracia colombiana. Hipócritas, facinerosos, mitómanos, que ante las cámaras y micrófonos condenan asesinatos, desapariciones, desplazamientos, masacres, secuestros, violencia sexual o reclutamiento forzado, pero en privado atizan el delirio de persecución y resentimiento al interior de la sociedad del país. Círculo vicioso alimentado para evitar poner la cara a la patria, reconocer los actos del pasado y resarcir el daño cometido; estrategia malévola que propende por aprovechar el desconocimiento de la historia y la frágil consciencia de la juventud, sacar el mejor partido a la violencia, e imponer un régimen político de nefastas consecuencias en la frontera oriental colombiana.

Sanedrín popular que implanta un precepto de terror y desconfianza cimentado en el ínfimo respeto que les queda a las instituciones de seguridad del estado. Capas jóvenes de la población –aquellos que ni estudian, ni trabajan– cargan en sus hombros una amargura y frustración que no les permite avanzar y construir futuro para dar un giro de 180º a Colombia y sus esferas democráticas. Copiar lo que se ve afuera –disturbios, tumbar estatuas, animadversión policial, radicalismo ideológico, vandalismo ciudadano– difícilmente conduce al cambio esperado por las nuevas generaciones que claman por una justicia que no se alinee con los malandrines.

Polarización ideología que se acrecienta en los escenarios públicos y privados saca a flote la inclinación política de la justicia y los medios de comunicación, estamentos sociales que hace mucho tiempo dejaron de lado el principio de objetividad. Tribuna de desigualdad que construye realidad, santifica a los extremistas amotinadores y crucifica a las víctimas. Minimizar y reducir a hechos aislados las provocaciones y los despropósitos cometidos en las marchas –ataques a los agentes del ESMAD, vandalismo a entidades bancarias, saqueos al comercio, destrucción de bienes públicos, entre otros– solo estimula la impunidad y la violación de los derechos humanos de los habitantes.

Negación de las evidencias hace mucho mal a la sociedad colombiana, el descontento popular y la protesta social que se tomó con fuerza las calles el 21N, y ahora el 21S, deja entrever que en las caravanas, marchas y movilizaciones se plasma un hastío con la clase política y sus malquerencias que impactan el entramado económico de la nación. Entorno de conflicto y turbulencia que es aprovechado por mamertos, amarillistas “humanistas”, que usan las víctimas para ganar votos. Gasolina incendiaria que devasta el entorno y no permite concentrar los esfuerzos en lo verdaderamente importante, los problemas sociales de la población nacional.

Protestar por el solo hecho de protestar hace que el mecanismo se desgaste y pierda todo su efecto, estallido social está distante del desarrollo de proyectos de vida donde todos se esfuerzan por salir adelante sin esperar que “Papá Estado” lo proporcione todo. A las marchas, y la manifestación popular, de estos días les hace falta comprender que, así como tienen derechos ciudadanos también les asisten deberes con el estado y su colectivo social. Problema estructural del mal que aqueja a Colombia está en la débil retentiva de las personas, sucumbir en el silencio de quien desconoce su historia y por ello está condenado a repetirla; desproporción pandémica que no permite entender el momento tan difícil que vive la humanidad y el país.

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