Salir de Cartagena de Indias, en carro, por el viaducto del Gran Manglar sobre la Ciénaga de la Virgen es casi sentir que se está navegando sobre el amplio lienzo azul que se observa, en un paisaje donde el agua y el cielo se unen haciendo perder de vista el horizonte.

Sin embargo, a escasos minutos de esa hermosa postal natural y de la acomodada zona norte de La Heroica se encuentra una pequeña vereda de La Boquilla, llamada Puerto Rey, un pedazo de tierra del departamento de Bolívar que con su nombre hace cero analogía a lo que en realidad representa, si apenas se logra entrar por su carretera destapada se puede dimensionar que se trata de un desembarcadero de pobreza.

Para llegar a Puerto Rey primero toca atravesar el corregimiento de Tierra Baja, merecedor de un capítulo aparte por la similitud en que se encuentra. Una vez adentro, los muertos son los primeros en recibir a la visita, pues un pequeño cementerio casi en ruinas se ubica al costado derecho del camino, seguido viene el campo manchado por barro donde supuestamente se hace deporte y a sus alrededores varias hectáreas cultivadas de arroz, las mismas que durante el mes de noviembre se vieron afectadas debido a las inundaciones que dejó el paso de la tormenta Iota.

Hasta ese punto, con lo poco que se alcanza a visibilizar, lo más probable es que una persona no acostumbrada a mirar hacia este tipo de realidades sienta temor o cuestione en su interior dónde se ha metido, más si a eso le sumamos los 40°C de sensación térmica que hacen sentir de Puerto Rey un verdadero infierno. Pero, no es tanto el miedo que puede crecer ante el primer acercamiento que se tiene con alguien de la comunidad, ya sea adulto o niño, pues aunque todos miran tratando de adivinar quién llegó, no salta a la vista ningún gesto agresivo o de irrespeto.

A mi llegada, acompañado del colectivo ‘Cartagena sin Fronteras’, a eso de las 9 de la mañana, mientras se esperaba a la lideresa de la comunidad, la voz que dio la bienvenida fue la de un pequeño niño de aparentes 5 o 6 años, que andando a pie descalzo y sin importarle el ardiente suelo se acercó a preguntar si se iban a entregar regalos, y quien luego de la respuesta positiva se iría corriendo para avisarle a su madre que la Navidad se adelantó.

Seguido a ese acto de emoción, lo segundo en escucharse con claridad son los gritos de unos muchachos que, estando reunidos en círculo en el parque central del pueblo, alardeaban por sus gallos de pelea durante un enfrentamiento que dejó al perdedor aburrido y sin plata, aunque con su animal vivo y llevado en brazos para la recuperación antes del próximo combate. Mientras que al otro lado de la calle hablaban sentados a la sombra del colegio unos diez mototaxistas, esperando por cualquier pasajero que les ayudara a no dejar pasar en blanco el día laboral.

Al momento apareció la lideresa Gisela, junto a sus compañeras Yuladys y Karen que estuvieron colaborando en todo el recorrido por las cuatro calles arenosas de Puerto Rey. Así pues, con lista en mano de los más de 200 niños y niñas que se agruparon en edades de 1 a 10 años, se empezó la actividad ‘Regalando Sonrisas’ con la entrega de juguetes que previamente habían sido donados. 

En un principio, varios de los pequeños aún se encontraban dormidos y eran esperados por el padre de Karen que, disfrazado de Papá Noel, les entregaba los obsequios a las afueras de las viviendas.

¿Cómo son esas pequeñas viviendas? Casi en su totalidad construidas en tabla, madera, adobe, con techos de paja, eternit o zinc. Ubicadas en terrenos bajos, por lo que en tiempos de lluvia presentan inundaciones, y solo algunas cuentan con alcantarillado, a diferencia de las demás que poseen poza séptica. En sus frentes, permanentes charcos de agua sucia que son criaderos de mosquitos, lo cual a gran escala acrecienta los problemas de sanidad, como por ejemplo ser causantes de brotes de dengue.

Pero, esas son solo algunas de las aristas que se desprenden de una urgente problemática social y ecológica que pide a gritos solución. Escribió hace meses Rafael Vergara Navarro, abogado ecologista, en su columna ‘Jaque Mate’, que “la venta del suelo y de su futuro en Tierra Baja y Puerto Rey, y ni que decir en el resto de La Boquilla, son ejemplo del desacato a sentencias y de lo que no se vale”, haciendo referencia también a la urbanización ilegal que atenta contra los territorios y vulnera la naturaleza. ¿Qué hace el distrito ante eso? Aparentemente poco y nada.

Lo cierto es que al final de la jornada el colectivo se marchó con la satisfacción del deber cumplido, pero la felicidad incompleta, pues detrás de cada sonrisa regalada existe una historia de vida bastante cruda, capaz de entenderse con solo observar el entorno o, de no ser posible con eso, se encargan de hacértelo saber, gritándote que en una próxima también se deje para la comida y así quedar completamente claros de que desde el más pequeño hasta el más anciano necesitan.

Con esta misión, ‘Cartagena sin Fronteras’ cumplió con su cuarta Navidad consecutiva en donde le comparte a los más desfavorecidos algo de lo que ellos no tienen o les es difícil obtener. Otras comunidades marginadas de la capital bolivarense como los son Villa de Aranjuez, Arroz Barato y La Paz en las faldas de La Popa hacen parte de los lugares a los cuales este grupo de jóvenes se han atrevido llegar, colocando hasta cierto punto su integridad en peligro para cumplir con el propósito que años atrás se trazaron: el de crear lazos incluyentes en una ciudad altamente sesgada.

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