Comencemos por una adivinanza: ¿Si anda como pato, parece un pato y tienes patas de pato qué es?  

Ahora, si se suman bajas, heridos y daños en todo el país y si tiene cara de asonada general y de estallido social ¿Qué es?

Lo que ha pasado en este mayo de 2021 en Colombia tiene un nombre: se llama revuelta popular, así no nos guste. Popular y social porque es del pueblo contra el mismo pueblo.

No se trata de una pelea de unos pobres contra la clase dirigente, o de algunos jóvenes violentos y las disidencias de la guerrilla que manipulan desde Venezuela contra la policía, no. Esto es el colofón, la parafernalia y la puesta en escena.

La realidad es que hay una insatisfacción real expresada no en los destrozos, ni el comité del paro sino en las cifras de pobreza, marginalización, inseguridad, violencia y corrupción que son más contundentes que los cuantiosos daños que ha dejado este horrible capítulo del devenir histórico.

Desconocerlo como muchos quieren, es peor.

Simplificando, somos colombianos peleando contra otros colombianos. Como siempre y como lo sugiere Mario Mendoza en toda su obra. Como dos bandas de perros rabiosos que se muerden, se desgarran, se gruñen, se rasguñan hasta dejar a los otros perros en el piso agonizante para que mueran lenta y dolorosamente.

Y aunque no me quiero equivocar, en mis 25 años de reportero encuentro que nada de esto es nuevo para mí.  Aparecen los mismos nombres y lugares.

Mi análisis es que este es un problema heredado de generación en generación. El resultado que alguna vez escribimos en este espacio, sobre las secuelas y fracturas incapacitantes que como sociedad nos ha dejado la violencia, el narcotráfico y la corrupción.

Estas expresiones son un problema que viene del siglo pasado y se acentúa en las luchas y muertes de los primeros 21 años de este.

Aquí se olvidaron que pueblo somos todos, no solo unos.   

Entonces, llega la conclusión de que nuestra democracia está pasándola mal, parece secuestrada.

De lo contrario la discusión de una Reforma Tributaria sería discutida en el Congreso y no retirada como consecuencia de la revuelta.

El escenario para dirimir cualquier disputa, sin acudir más que a la palabra y los argumentos es el Congreso.

¿O será que el chasis institucional del Estado, que cumple 30 años de reparado con la nueva Constitución, nos aguanta para ese país, que violento o pasivo, no soporta más su realidad?

Muchos dicen que no. Pero la evidencia es abrumadora.

 A los que protestan parece que no les gusta nada, pero a los que no protestan tampoco. Nadie calculó que encerrar a la gente en sus casas durante más de un año, nos iba a cambiar.

Por eso, el tema no es de nombres ni tendencias. El Estado colombiano no le sirve al ciudadano o casi nada.

Tal vez por eso algunos creen equivocadamente que debemos empezar de cero y por eso destruyen todo a su paso e incomodan y arruinan a los que también están mamados y no dicen nada.

El problema no es de nombres, sino de estructura. Vea por qué

Imagínese que cuando escribo estas líneas, una venezolana de 29 años, que vive en Colombia desde hace 4, salió huyendo de su país desplazada por el hambre y la miseria. Le tocó dejar a su familia e hijos para ganarse la vida y enviarles dinero peinando, haciendo uñas, pies y depilaciones.

Su clientela la ganó poco a poco. Pero llegó la pandemia, cerraron las peluquerías y ahora no alcanza a recoger los 100 dólares semanales que obligatoriamente debe enviarle a sus 3 hijos y a su mama para poder comer y vivir.

Ahora, su vida transcurre en trabajar 12 horas para ganar 30 mil pesos al día, haciendo zapatos chiviados para un empresario que les dio empleo a varios venezolanos a quienes paga la mitad del sueldo que ganaban los colombianos.

Ahora va de regreso a su país porque su madre, la que le cuida los hijos, le dio Covid-19.

Llegar a su casa en el estado de Carabobo le toma 3 días y varios retenes de la guardia venezolana que obliga a los venezolanos que regresan a pagar en cada retén 3 dólares para ‘salvar’ del decomiso las pocas cosas que llevan.

Pero sus dramas no habrán parado. Lleva algunas medicinas para su madre. El dolex lo lleva dentro de la ropa para esconderlo y que no se lo quiten cada vez que hay una requisa en el bus.

Llevar por ejemplo una olla para el arroz es motivo de arresto por ser considerado material subversivo por parte del régimen de Nicolás Maduro. Ella espera y pide a Dios que no le roben la medicina para su madre asfixiada desde hace días y a quien le cobraron 100 dólares por una pipa de oxígeno que dura solo 18 horas. Obviamente, no la pudo pagar.

La señora ahogada le pidió a esta peluquera que volviera por sus hijos antes de que ella muriera. La noticia le congeló el cuerpo con un frío en la espalda. Antes de que se fuera mientras me contaba todo esto sin derramar una lágrima me dijo aterrada: “parece que aquí quieren eso.  Allá no se puede estar inconforme. Perdimos la libertad y ellos son los que tienen el control. Si te rehúsas, te quejas o protestas van hasta a tu casa, te toman una foto arrestado con una libra de coca, te enredan y pa’la cárcel”.

Volvamos a Colombia. Tal vez nuestra Policía Nacional debe tener un ajuste. Seguro que los dirigentes deben iniciar una conexión más real con la población, pero nunca ni por un minuto podemos siquiera pensar en parecernos a Venezuela.

Nuestra nación comenzó a sentir asfixia, a faltarle el aire. Ella, que lo ha soportado todo, un buen día perdió el olfato y el gusto. Sumó además desgano general, dolor de cabeza, de cuerpo y miedo, mucho miedo.

Atada a una pipa de oxígeno, la pobre Colombia, en una cama de cuidados intensivos, se mantiene establemente mal, mientras reza, desde hace 15 días, en una unidad de cuidados intensivos con la esperanza de despertar mejor a pesar del malestar.

Tan mal se ha sentido que hasta el papa Francisco pidió nuevamente orar por ella.

¿Cómo explicar todo este absurdo? ¿Por dónde comenzar?

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.