Excepto las reuniones de copropietarios por videollamada, la digitalización de todo no fue tan idílica como la soñamos. O tan bonita como nos la vendieron por años.

El histórico y doloroso 2020 mostró las abismales grietas digitales que tenemos en penetración, pero sobre todo en adopción de la tecnología.

Quizá desde 2010, nos venían entre vendiendo, vaticinando y acaso advirtiendo, que nos íbamos a digitalizar. Que los trámites, los pagos, las compras, las inversiones, los negocios y las atenciones al cliente serían desde cualquier lugar y desde cualquier dispositivo conectado a internet. Así solito, suena muy bien. En la práctica, casi que fue traumático.

Enfoquémonos en tres segmentos de valor, como dicen en las juntas del Power Point: los estudiantes (nativos digitales en teoría), los empleados (que tenían los recursos para seguir con sus labores desde casa) y las personas que por edad o simple desinterés no tienen mayor adopción de la tecnología.

Cuando los estudiantes fueron obligados a salir de las redes sociales y tuvieron que utilizar plataformas para descargar contenidos, subir sus trabajos o hasta consultar las notas, se dieron un duro golpe contra una pared. Quedó demostrado que, más que nativos digitales son nativos de redes sociales. Por eso, las clases presenciales se hacen indispensables.

Para los empleados el caso fue más de exceso que de desconocimiento. El trabajo remoto o el teletrabajo (yo tampoco sabía que son dos cosas diferentes) se convirtió, en algunos casos, en un 24/7, en el que se borraron varias líneas de respeto, que van más allá del conocimiento tecnológico.

Pero para mí, el grupo más afectado por esta digitalización despótica que vivimos en 2020, fueron los más mayores o las personas que por una u otra razón no eran muy afines a la tecnología. Nos cansamos de hablar de empatía y nunca quisimos (o supimos) aceptar que hay personas que no saben descargar WhatsApp. Que no saben hacer una videollamada. Y que todavía hoy sufren hasta las lágrimas un Teams, Zoom o Meet.

Bien lo decían los abuelos: lo que se hace obligado ni se disfruta, ni se hace bien. Cada tanto, leemos que la pandemia aceleró al menos 5 o 10 años la digitalización. E, insisto, suena muy bien. Pero cuando los tecnológicos (los pocos que lo hacen) se bajan del altar del conocimiento y reconocen las brechas -que ya son grietas- tienen que reconocer que esa aceleración no fue idílica.

Y sí. Esa respuesta bien de tuitero “el que no le sirva que se baje del bus” es muy válida. Sin duda. Si no nos digitalizamos, como individuos o como negocios, estamos condenados a la desaparición. Pero la realidad es más dolorosa que una simple muletilla. Hablamos de vidas, de personas, de tiempos.

El 2020 nos obligó a digitalizarnos. Pensamos que sería ideal. Pero la realidad es que hay un abismo entre lo que nos vendieron (lo que vendimos) y la cruda realidad. No estábamos preparados como usuarios y ahora quedamos en modo Walking Dead viendo a ver quiénes y cómo sobrevivimos.

*Nota: ¡Ojo con los monopolios! Ojo con el monopolio que se está configurando con Disney. Ojo con el monopolio que ya se está enfrentando de Facebook. Ojo con el monopolio de Google del que nadie habla.

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