Y uno se pregunta por qué el libro se llama ‘Río muerto’. Y es que podría ser cualquier río, riachuelo, quebrada de Colombia: “Llamaron después a las lavanderas cantaoras para que entre todos entonaran lo que entonaban ellas cada vez que pasaba un cadáver por el Río Muerto: Gracias a la vida/que me ha dado tanto…”

Siento muy cercano a Ricardo Silva Romero (Bogotá, 1975). Su hermano mayor, Eduardo, fue compañero de Universidad en mis épocas de derecho y hoy es un prominente abogado de las grandes ligas arbitrales internacionales. Ambos, seres brillantes y sencillos.

Cuando leí ‘Historia Oficial del Amor’, sentí que estaba relatando gran parte de mi vida diaria en aquellas azarosas épocas de estudio, tertulias literarias, narcotráfico, dolor, Bogotá.

El año antepasado Invitamos a Ricardo a nuestro club de lectura, gracias a las gestiones de Ximena Leal, dueña del sitio, una amiga que estudió con él literatura en la Universidad Javeriana en Bogotá, y ahora ella se dedica con gran éxito y calidad al arte gastronómico mexicano. Ricardo nos tuvo demasiada paciencia. Tomamos ríos de tequila y disfrutamos una tarde de viernes encantadora, inolvidable en la que, con gran generosidad, nos amplió con detalles íntimos su linda historia.

Ricardo, que hizo una maestría en cine en Barcelona, y que durante 12 años fue el comentarista de cine de la revista Semana, fue elegido en 2006 por la organización del Hay Festival Cartagena, como uno de los 39 escritores menores de 39 años más importantes de Latinoamérica, y por supuesto, no nos ha decepcionado.

Cuando un libro tiene una frase de inicio magistral, ahí te quedas. Y ‘Río muerto’ tiene uno de esos comienzos inmortales: “Todos los finales son designios del señor, pero no es lo mismo morir que ser asesinado”

El libro comienza, pues, en un pueblo llamado Belén de Chamí – que ni siquiera ha sido merecedor del derecho de figurar en el mapa de Colombia, con el asesinato a sangre fría, de Salomón Palacios, un mudo negro, dueño de un camión de trasteos, el típico hombre bueno que “si hubiera sospechado que lo iban a matar por hacer un simple favor como los favores que le hacia siempre a todos sin importarle si estaban con los unos o con los otros, es seguro que se habría quedado quieto”; esposo de la valiente y acongojada Hipólita y padre de 2 hijos, Maximiliano y Segundo, a los que les toca enterrar el cadáver de su padre muerto a tiros a la entrada de su casa veredal. Descubriremos mas adelante cual fue el verdadero móvil de su asesinato.

Los protagonistas de la novela no son solamente Salomón – convertido en espanto y omnipresente a lo largo de la novela, Hipólita y sus hijos. El protagonista también es el Pueblo-Río, río Muerto. Así, el ‘Muerto’ con mayúscula. Como si fuera el escenario de un apocalipsis.

Y justamente en el libro, en varias ocasiones se habla del apocalipsis como el presente, no como el futuro: lo repite Hipólita: “el apocalipsis que no será sino que es”, lo repite el pastor Becerra “el otro día yo mismo les decía que el apocalipsis no es nuestro futuro, sino nuestro tiempo (….) sino lo que nos está pasando (…) que el infierno no es el castigo que va a pasarnos, sino la condena que estamos pagando…”, lo grita el argumento.

Como pasa en todos los pueblos de Colombia a los que ha tocado la violencia, “el pueblo entero lo sabía todo: el asesinato vil, el entierro injusto, el duelo aplastante… claro que todos en Belén estaban esperando el paso siguiente para quedarse con todo”. Pero Hipólita no se iba a quedar quieta y por supuesto que ella iba a tomar venganza con el único soldado y el único enfermero que le habían contado al único policía del pueblo que el sepulturero los había ayudado, lo iba a hacer con los vecinos que les dieron café a los asesinos de su marido y que le habían contado al sucio pastor que la bruja Polonia había estado merodeando por la casa de Hipólita.

Hipólita hace algo inusitado. Algo que no se hubiera atrevido a hacer si no fuera por el profundo amor a su marido, y el desasosiego del duelo, esposo que se comunica desde el más allá con la bruja del pueblo, cuya historia es brevemente macondiana y cuya presencia es vital en el desenlace.

La narración del sufrimiento, llevado a su manera por cada uno de los niños, Max y Segundo, la inocencia de ambos, el coraje del uno, la religiosidad y el miedo del otro, en medio de la desazón de la desaparición del pilar de la familia, de sus palabras y de su bondad, hacen que el lector viva en carne propia la congoja y la pena de los niños por la situación de la madre y por la ausencia del padre.

Aunque no he leído toda la obra de Ricardo, me atrevería a decir que esta es una de sus narraciones maestras. Vale la pena leérsela toda, pero les recomiendo, además de las que les he nombrado en esta reseña, ‘Autogol’ (Alfaguara, 2009), ‘El Libro de la envidia’ (Alfaguara, 2014), ‘Cómo perderlo todo’ (Alfaguara, 2018).

La violencia rural no podía faltar en la obra de Silva. Y nos la trae de manera magistral, con las palabras precisas, con el sentimiento a flor de piel para despertar en sus lectores, con esa sensibilidad casi cinematográfica que nos hace decirle: ¡Gracias por escribir la más bella y amorosa novela de la violencia reciente en Colombia!

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