Les traigo hoy un libro que se lee de un tirón y cuyo impacto emocional es total. Un libro en donde ser spoiler es difícil, porque el final se anuncia desde el principio y en dónde el quid está en entender las motivaciones, los mecanismos de poder, las jerarquías de una manada humana. Un libro en el que la anticipación es la mejor herramienta, todo se sabe, y el arte es descubrir todo lo que rodea al hecho que se anticipa, capítulo a capítulo. Su nombre: “La Manada” (Planeta, 2021), de la colombiana residente en Buenos Aires, Maria del Mar Ramón (1992).

Nos encontramos ante el asesinato de Juani, el mejor amigo de Hache, por parte de este último, y desde el primer capítulo se anticipa la culpa de Hache sobre su ausencia, y se anticipa que el divorcio de Ana de Brigard, madre de Hache, y de contera el cambio de casa, barrio, colegio y amigos, por premuras económicas consecuentes al divorcio, constituyen el punto de inflexión que cambia el destino de ambos. Porque “Se crea la vida y con ella la muerte (…) La inevitable tragedia de los hombres, de su fuerza. La incomprensible ofrenda que tienen que ofrecer por ella. Clic: eso era todo lo que había bastado para matar a su mejor amigo.”

María del Mar nos va introduciendo a las historias de un grupo de seis estudiantes del Colegio San José, un colegio religioso masculino, para estudiantes de clase media alta, cada uno con su peculiar historia, con un pasado arrugado, que no logrará explicar la razón del asesinato de Juani – tal como sucede en la vida real -, un estudiante del colegio St. Martin´s, una institución de clase alta de la que Hache debió retirarse, en la que los estudiantes eran simplemente “gente que no tiene que preocuparse por el porvenir, que puede habitar el mundo con liviandad”.

De la mano de un narrador omnisciente, centrado eso sí, en el insignificante Hache Martínez – el asesino de 17 años -, la autora recorre, de forma paralela, la cronología de los días anteriores al homicidio y el minuto a minuto del fatídico día, y el relato de cada uno de ellos y sus familias, así como sus puntos de inflexión, esos que los convirtieron en seres con necesidad de pertenencia colectiva. “Todo el mundo, por exceso o por defecto, es víctima de la profunda contradicción filial: el agradecimiento y el resentimiento de las decisiones ajenas sobre el cuerpo propio, sobre la propia humanidad”, nos dice.

En ese grupo de amigos encontramos a seres variopintos. Obviamente, en un extremo, está el líder de la manada, Esteban Sánchez, un hijo de algún funcionario de rango medio alto del gobierno, acostumbrado a que su papa lo defienda en el colegio, el inventor del discurso de la manada (“Fue un accidente. Nosotros no le pegamos tan duro, pero por ahí se cayó mal contra una escalera y eso le puede pasar bañándose también. Fue un accidente.”). En el otro extremo está Kiko Echavarría, un ser cobarde y solapado, que no hace nada, pero deja hacer, el cómplice perfecto (“no se crea mejor que ninguno de nosotros, porque usted no le pegó, pero tampoco trato de parar nada, Kiko. No sea marica.”). Por otro lado, tenemos a Juan Camilo Estrada: el Negro, un paisa cuya familia termina venida a menos en Bogotá, y quien es la persona que introduce a Hache en el grupo y al Mono Gonzalez, un violento de nacimiento y quien con sus sesgos y prejuicios es el iniciador de la tragedia. Por supuesto, esta Hache Martínez, ese mosquito muerto que de pronto se convierte en el protagonista de todo y que solo trata de encajar en el nuevo colegio: “Ninguna persona como él hace tanto esfuerzo por encajar a costa de su pasado, se habría sentido cómodo con la amenaza de ser descubierto”.

Figura premonitoria es el prefecto de disciplina del Colegio San José, Rómulo Quintana, y sus reflexiones las más profundas del libro en relación con estas manadas juveniles masculinas, de carácter iniciático: “Todos los años cambiaban los personajes, pero la escena era exacta: a veces más grave, a veces menos, pero cada año igual, en un deja vu de la estupidez. Qué clase de naturaleza incorregible era esa mientras miraba su cancha otra vez destrozada por haber oficiado de campo de batalla, a él también le resulta insólito que esos muchachos hicieron todos los años el mismo espectáculo, que esa barbarie fuera un ritual inaugural de ser hombres más que un conflicto circunstancial.”

No es lo mismo un grupo de amigos a una manada. Una manada se construye de complicidades usualmente “ilegales”, de ocultamientos. De “Entre nosotros nos cuidamos, guevón” o “la situación se resolvería más fácilmente si estaban todos juntos y ahora todos lo sabían”, “Vea, huevón, estamos juntos en esto.” Una manada se construye con el seguimiento inconsciente de conductas que ignoran juicios morales. “Siguió porque los demás lo miraban. Siguió porque todos seguían. Siguió porque hay en sus ojos un deseo reprimido y una saliva tibia que se les escurría por la boca, porque lo deseaban y lo envidiaban, porque querían ser como él y él sentía que pertenecía por primera vez algo, que así aparte, que estaba bien.”

Y después de sus actos se sienten héroes, el sentido de pertenencia de exacerba. “Miró a su alrededor y vio como los demás muchachos se corrían para abrirles el paso, como si ellos fueran Moisés cruzando el Mar Rojo, invencibles de infinitos. Nunca antes en su vida se había sentido así. ¿Quién era él sino todos ellos? ¿Habría un él sin ellos?”

La manada puede destruir la fina construcción de un hijo o la propia construcción interior. Se alimenta de los resentimientos y las rabias por pequeños acontecimientos o privilegios. Las consecuencias de los actos bestiales de la manada solo se reflexionan en solitario: “Estando solo, el recuerdo no lo hizo sonreír como cuando lo habían contado sus amigos. “Una persona apenas puede sentirse compungida por la pena de alguien cuando la piensa en sí misma gracias”, nos dice María del Mar. La depresión y el dolor después de los actos impulsivos de manada, de esos que se crean en segundos y cuyos integrantes jamás hubieran creído que terminaran mal, es indescriptible y eso nos lo inyecta la escritora en su relato: “Las tripas sienten mucho más que el corazón. Hay dolores y miedos tan trascendentales que solo pueden entenderse de manera visceral, para los que no existen las palabras.”

La escena de la paloma es un resumen épico y gráfico del relato. No se las cuento porque tienen que llegar a ella y casi llorarla. Y porque el esperado final – siempre queremos consecuencias para integrantes de manada que se salen con la suya – nos sumerge en la circularidad de la realidad, y más que de la realidad, de la historia en general. Una situación que identificamos en Colombia pero que no solo es nuestra sino del mundo entero, de cualquier país del mundo con aristocracias y patriarcados. O sea, de todos.

Maria del Mar nos trae una novela de ficción, pero más realista que cualquiera otra. Con una prosa penetrante, que va directo al pulmón – por momentos se deja de respirar – nos deleita con una crónica trepidante, adentrándose en los momentos cruciales de las vidas de quienes las caminan.

 

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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.