UNO

Todos estábamos en casa esa tarde, lo que no era normal ni para mi esposa, ni para mí. Salvo en vacaciones, no ocurría que coincidiéramos a las cinco de la tarde de un miércoles cualquiera.

Desde que estamos juntos siempre hemos trabajado más de las ocho horas. Y, persistentemente, ha sido más el tiempo que estamos fuera de casa.

Los dos somos periodistas, y en Colombia los que por fortuna han logrado ingresar a ese mundo, deben aceptar que es una profesión con hora de entrada, pero no de salida, como los médicos; y en la que no se cumple la jornada laboral que ahora el congreso estudia rebajar.

Así que el cuidado de los niños durante nuestra ausencia estaba a cargo de los abuelos y una nana como en muchos hogares del país.

Corría el año 2011. Para ese entonces David, el hijo mayor, tenía algo más de 16 años y ese día no había podido entrenar por un fuerte aguacero que inundó las canchas de tenis, impidiendo su entrenamiento. Así que llegó a jugar Play Station y convidó a Santiago, nuestro hijo menor de 7 años.

Los gritos de David nos advirtieron que algo estaba pasando. Visiblemente angustiado, nervioso y llorando pedía ayuda pues algo le estaba pasando al menor.

Tumbado y con los ojos abiertos, perdidos en el infinito, el niño estaba en la silla frente al televisor inconsciente y desgonzado. Hizo algunos movimientos recurrentes en la cabeza y el cuello hacia un lado y se devolvía hasta la mitad en repetición. Parecía como si se hubiera desconectado. Como si algo dentro de él estuviera colapsando.

Las imágenes y audios de ese día han sido imposibles de olvidar. Fue uno de esos eventos sin explicación aparente pero traumáticos e imborrables.

En muchos casos, si nadie se da cuenta, se pierde una invaluable oportunidad de ayudar y avisar lo que le está sucediendo a la persona, lo cual es muy importante para evitar más complicaciones. La soledad en estos casos es un enemigo más.

El espíritu se turba cuando escribo esto y un frío atraviesa mi espalda. Con un hueco en el estómago siento que la temperatura baja al punto de sentir frías las manos. Y es como si el tiempo se hubiera congelado y los recuerdos pasaran en cámara lenta con el mismo grado de angustia.

Yo tenía 36 años y mi hijo siete. Me había especializado en manejo de todo tipo de crisis, menos en esa. Él, como cualquier otro niño, había estado enfermo, y una vez que se pegó, se abrió la cabeza, salimos corriendo, pero esto era diferente. Algo que no sabíamos qué le estaba ocurriendo.

Llamé a la línea de emergencias 123.  Me contestaron y les dije: -Mi hijo de 7 años está convulsionando-. -Ayúdeme- se lo suplico. Mi esposa estaba encima de él tratando de auxiliarlo. El profesor de francés nos dijo que lo volteáramos para un lado por si vomitaba. David, lloraba, y preguntaba qué le pasaba a su hermanito.

Mientras tanto yo respiraba con dificultad. Al teléfono, la voz de un hombre al otro lado me decía, con un tono fuerte pero pausado: -Deme la dirección.

Paso a paso fue guiándome. Me daba órdenes. Había pasado más de un minuto o menos y dijo: -No se preocupe-. Ya va en camino una ambulancia.

Me pidió que le relatara los síntomas. Él me decía: Haga esto y lo otro. Me preguntaba, yo le contestaba y transmitía sus órdenes. Tranquilo, me repetía cada tanto al sentir mi desesperación. Le vamos ayudar, pero necesito que se calme para poderlo hacer.

Era un experto y me dio confianza. Jamás me colgó. Es más, me avisó que la ambulancia había llegado. Tomé a Santi y lo bajé los 5 pisos por las escaleras pues no hay ascensor. En ese momento le rogué a Dios que lo ayudara. Lo dejé en la camilla de la ambulancia y se lo entregué a los paramédicos.

Santiago había convulsionado: la oportuna ayuda del 123 me sirvió. La ambulancia llegó en el tiempo establecido. El traslado a la clínica fue oportuno. Hoy tiene 15 años y ya se curó de una epilepsia focal. Un susto el macho. Creo que ese día mi vida se partió en dos. Y supe qué es eso del dolor del alma.

DOS

Viernes 27 de julio de 2019. Cinco y treinta de la tarde. Mi esposa se pasó el día hospitalizada, algo más de ocho horas en urgencias por una dolencia. Cuando por fin la teníamos de nuevo en casa, Santi, ya con algo más de 15 años, me gritó desde su cuarto:

-Paloma está convulsionando.

Es como si ese momento ya lo hubiera vivido antes. Paloma es melliza. Tiene seis años y es simplemente increíble. Alegre. Tierna. Ideal.

Pensé, después, que ya estaba entrenado para un evento como este. Que sabría qué hacer, ya había sorteado algo así.

No, nunca se está preparado.

Cuando la vi entre en shock. Ocho días atrás había presentado un dolor de cabeza que estaba en estudio. Luego de eso estuvo bien, sin fiebre, no estaba resfriada, ni se había golpeado. Jugó en el parque sin problema alguno. Desayunó, almorzó y comió bien. Había pintado animales en su hermoso bestiario y repasaba las canciones y movimientos de su presentación para el día de la familia. Lo que le estaba pasando era una putada de la vida, se lo confieso. Una mierda.

Llamé al 123.  Me contestaron y dije:

-Mi hija de 6 años está convulsionando. Ayúdeme se lo suplico.

Esta vez fue una señora la que me contestó. Y esta vez no me tranquilizó.

Me pidió la dirección, aunque se notaba que no tenía la experiencia o el entrenamiento suficiente para tratar con este tipo de casos. Aunque debo reconocer que fui, inexplicablemente, más diestro para manejar la situación con Santiago que con Paloma.

Luego me dijo que le diera mi número celular, esto a las seis y veinticuatro de la tarde. Le grite que no le entendía. Me repitió que ya me iban a llamar de la Secretaría de Salud. Por sentido común creo que en este tipo de casos no se le debe colgar a la persona que llama, lo imagino, aunque no conozco este tipo de protocolos. La idea de esas líneas de atención es que la persona que atiende una línea de emergencias, ayude a y guié a las personas que se encuentran en el lugar de la emergencia.

Mi padre murió en su casa. La ambulancia nunca llegó, pero nos dijeron qué hacer en todo momento y nunca nos colgaron.

La niña estaba sentada a los pies de su cama como tumbada, no desmayada sino inconsciente. Rígida. Hacia movimientos recurrentes en cabeza, cuello y ojos. No estaba dormida, sino desgonzada. No se había desmayado, votaba babas y había perdido por completo el control de esfínteres. Parecía como si se hubiera desconectado. Como si algo dentro de ella estuviera colapsando.

Yo tengo 44 años y ella seis. Me había especializado en manejo de todo tipo de crisis, menos de esas. Ella como cualquier otro niño había estado enferma. Habíamos salido corriendo una vez que se pegó y se abrió la cabeza, pero esto era diferente. Algo que yo no sabía que era, le estaba sucediendo.

Santiago, curtido en estos temas, hizo todo lo que se podía hacer. Incluso navegó en Internet para ver qué se podía hacer viendo la ineptitud del 123.

Mientras tanto mi esposa, respiraba en una bolsa porque hiperventiló y estaba quedando tullida a causa del impacto de ver a Paloma que no reaccionaba y seguían pasando lo minutos. Yo con dificultad buscaba en el teléfono una especie de respuesta a lo que estaba sucediendo. Entonces, llamé a mi prima, la ginecoobstetra y la puse en video por WhatsApp.  Le mostré lo que estaba pasando. Me dijo que la llevara de urgencias como pudiera y que mientras tanto le metiera un cepillo de dientes en la boca para evitar que se tragara la lengua o se la mordiera.

No sé si lo hice bien, pero lo tome y la baje. En ese momento le pedí a Dios que la ayudara y que me diera a mí la facultad de poder conducir en estos momentos de angustia y dolor. La baje con todo el cuidado. Pero no había ambulancia. Afortunadamente, no tenía pico y placa. Mi esposa se hizo en la parte de atrás con ella y salí pitando como un loco. Treinta y cuatro minutos después, quedó el registro de una llamada. Supongo que era de la secretaría de Salud.

Le pedí a un centenar de motos que me ayudaran a abrir espacio. Pitaba y gritaba. Rezaba en voz alta. Le hablaba a Paloma y corría por entre los carros. Eran las 7 de la noche, metido en el peor tráfico de la avenida 127.

En urgencias de la Reina Sofía la atendieron con prontitud y celeridad.

TRES

Luego de los días y con el paso de la angustia me pregunto: ¿qué pasó con el 123?  ¿Por qué no me ayudaron ni a mí, ni a mi amada Paloma? ¿Por qué la ambulancia llegó una hora después de llamar?, ¿Por qué no funciona el servicio de atención como lo hacían hace 8 años?, ¿De qué le sirve a la ciudad tener 700 ambulancias y pavonearse a la administración con la llegada de 41 ambulancias modernas, si no tienen un equipo preparado para la atención de un call center vital como el 123?

Tengo que agradecer a la Clínica Reina Sofía y a su personal médico y hospitalario por ser tan absolutamente comprometidos con la vida. No les importó que Paloma no estuviera afiliada a la medicina prepagada. Le practicaron un TAC y los exámenes de urgencia que requería. Además, la neuróloga pediatra estudió el caso con compromiso y diligencia. Fueron humanos, amables, dulces y mostraron todo su profesionalismo y compromiso con mi hija.

Gracias a Dios, Paloma ya está en casa. No ha vuelto a tener nuevos episodios. Desafortunadamente el sistema de salud está colapsado y aunque ya tenemos todos los estudios necesarios para que un neurólogo pediatra evalué las causas de su convulsión, en la EPS Sanitas nos dicen que la disponibilidad de la cita está para después del 10 de octubre. Y eso que el volante de la autorización tiene en mayúsculas el asunto como prioritario.

Llamamos a pedir cita con una neuróloga particular y nos cobraron doscientos cincuenta mil pesos por la consulta. La cita también está disponible para octubre. Dios no permita una nueva crisis en el entretanto.

Hoy me pregunto: ¿Qué le pasó al 123? La respuesta es sencilla. Se cumplió la consigna y premisa que ellos mismos se inventaron: Impopulares e ineficientes.

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