Y ello se explica por la enorme exposición a riesgos, la mayoría inútiles y absolutamente innecesarios, más promovidos por una sociedad de consumo y mercantilista, además de una cultura fiestera desmedida.

La Navidad particularmente es una celebración en las que son habituales los excesos entre los sectores más visibles, que también exponen a los menos visibles. Con ella llega la poderosa competencia de los medios por los clientes. La publicidad intenta convencer a la gente para que gaste el dinero que no tiene en cosas que no necesita. Y la época de fin de año, por tradición y costumbre, es la más propicia para el consumo.

Si bien la mayoría de personas esperan con expectativa y cierta emoción la Navidad, es el fuerte mercadeo el que influye en los hábitos de la gente. Sobre todo cuando hay una mayor debilidad de criterio y falta de carácter. La publicidad y los medios hacen de las suyas para atrapar incautos a través de una muy disimulada manipulación.

Las conmemoraciones de fin de año deben asumirse con cautela e inteligencia. Los hombres olvidamos muchas veces que la felicidad humana es una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias. Más que preocuparnos por la fiesta es importante tomar medidas para exponernos al mínimo de riesgos. Tradicionalmente esta es la época del año donde hay más accidentes y muertes violentas. Más intoxicados y quemados por pólvora. El grado de exposición es muy alto y por lo tanto el peligro se potencializa.

Esto se explica porque el número de viajes motorizados se incrementan, se moviliza mucha más gente en las calles, la necesidad del dinero se vuelve perentoria para la mayoría, se ingiere mucho más licor, se come más (en algunos casos), y se emplea pólvora en las celebraciones (en muchos casos). Pero está en nuestras manos que en Navidad haya milagros y verdaderos “Niño Dios” que lleguen con profundas alegrías. Una historia clásica nos demuestra que las cosas buenas, si decidimos hacerlas con algo de generosidad, también pueden ocurrir con más frecuencia. Los milagros pueden estar en nuestras manos.

Dicen que el día de Navidad Dios escuchó las súplicas de un padre. Miró hacia abajo y vio a un hombre rezando por su hija de quien no sabía hace mucho tiempo y que no estaría en casa para la Navidad. Dios envió a un ángel a la tierra. Este encontró a la niña parada en la esquina de una gran ciudad, en grave peligro. Al frente había un viejo bar atendido por un hombre que no creía en nada, excepto en sus ganancias y en sus borrachitos. De repente, la puerta se abrió y entró un pequeño niño. El dependiente no podía recordar la última vez que vio a un niño en aquel lugar. El chico le dijo que había una niña afuera que no podía regresar a casa en la noche de Navidad. Que necesitaba ayuda urgente.

Miró por la ventana y vio a una chica sollozando. El niño replicó: “Hoy es Navidad, si ella pudiese estar en casa con los suyos, sería grandioso”. El barman miró de nuevo a la niña, luego de algunos segundos, fue a la caja y tomó parte del dinero de las jugosas ganancias del día. Salió del bar, cruzó la calle y siguió a la niña que había avanzado unos metros. Todos los que estaban en el bar pudieron ver cuando él hablaba con la niña. Luego, llamó a un taxi, la hizo subir y le dijo al chófer: “Al aeropuerto”.

Mientras que el taxi se perdía, volteó para buscar al niño, pero ya se había ido. Regresó al bar y preguntó a todos si alguien había visto al chico, pero como él, todos estaban viendo cómo se perdía el taxi en las calles. Luego alguien comentó que el milagro más increíble del mundo había sucedido con el duro y tacaño barman, quien por fin había vivido una Navidad inolvidable y con satisfacción. Durante el resto de la noche, nadie pagó por un trago.

Mientras tanto, dice la leyenda, el ángel subió al cielo y puso en las manos de Dios lo que finalmente había encontrado para Él: un reencuentro y la generosidad de un hombre. Y Dios Padre sonrió.

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