¿Por qué mansedumbre? En la casa hay que repartirse muchísimas tareas: cocinar, barrer, trapear, encerar, sacudir el polvo, lavar la ropa, colgar la ropa, doblar la ropa, planchar la ropa, tender la cama, cambiar las sábanas, hacer mercado, desinfectar los domicilios, lavar la loza, secar la loza, limpiar las ventanas, coser, resanar, brillar, pulir… Y si entre todas esas labores, uno es el encargado de lavar los baños, por supuesto hay que ser muy manso, pero también el menso de la familia. En mi casa, como podrán imaginarse, mi esposa es la oveja arisca y yo soy el cordero menso.
¿Por qué alegría y fervor? Porque ya es suficientemente triste la imagen de arrodillarse ante un sanitario sucio, como si no se estuviera limpiando un inodoro, sino bañando a un puerco rey. Porque no aguanta sumarle llanto a esa patética imagen, que raya en lo ridículo con las pintas exóticas que uno se pone. En mi caso: sandalias Evacol, camiseta con manchas de Clorox y bermuda rota y abombada. Me miro al espejo y no sé si voy a lavar los baños o a vender artesanías en la playa.
Pero le pongo ánimo, porque habré perdido el pulso con mi esposa, pero no he perdido la alegría. Así que, si usted también es un cordero menso como yo, coja ese trapero, sin pena, y cante mientras trapea. Cante aquella canción que yo canto con entusiasmo de panderetero de tuna: ¡Con Fabuloso… todo queda… más fragante y oloroso! Agarre ese churrusco con actitud, con fe en Cristo, como si fuera la espada de un caballero templario, y voléelo a discreción para apuñalar a las bacterias impías hasta que mueran desangradas, las muy malditas. ¡Feliz el hombre que limpia fervoroso un inodoro, porque de él será el reino de los cielos! (al salmo respondemos “Te lo pedimos, Señor”). ¡Oh, mujer tramposa que te pediste cocinar, llegará el día en que laves los baños en mi lugar! “Te lo pedimos, Señor”.
Yo agregaría a las palabras del Papa una cualidad para alcanzar la santidad, que también es necesaria en la tarea hogareña de asear los sanitarios: la humildad. Se requiere de esta virtud para aceptar, con resignación franciscana, que nuestra vida no ha transcurrido como esperábamos. Anabolena Meza, actriz colombiana de éxito local, sabe de lo que hablo. Ella dijo recientemente que cayó “en depresión profunda” cuando lavó por primera vez un baño. Por su relato, recordé la primera vez que bañé a mi bebé: “Yo lavaba esa cosa, le tiraba agua y me salpicaba peor. Yo lloraba, me bañaba y gas, yo no lo podía creer”.
He necesitado acudir a la humildad para aceptar que no me convertí en un actor de Hollywood multimillonario. No me imagino a Leonardo Di Caprio sosteniendo un churrusco, voleando esponjilla en las baldosas, con guantes hasta los codos, calzando unos Evacol, con camiseta desteñida por el Clorox y bermudas rotas y abombadas. La única manera de ver a Leo en esas es haciendo una película sobre mi vida, sobre mi camino a la santidad, y pidiéndole a él que interprete mi papel.
Le daría consejos a Leo, para que se apropie del personaje y también para que sea un santo. Le diría que la ponderación es importante, para entender que no es necesario lavar las baldosas hasta el techo, sino hasta donde uno calcule que salpica. Le diría que la paciencia es fundamental para no desesperarse, porque tan pronto uno termina de lavar el baño, ya hay por lo menos tres pelos de uno por ahí tirados. Le contaría también que lavar inodoros hace milagros, un requisito fundamental en el camino de la santidad, como me ocurrió la primera vez que limpié un baño: tras ver tanta asquerosidad, comprendí la importancia de levantar el bizcocho y esmerarme en apuntar bien, con precisión de francotirador, para no dejar eso como cancha de baloncesto después de un aguacero. Eso —que un hombre aprenda a orinar después de viejo— es un verdadero milagro.
Prepárese con entusiasmo para esta tarea, amigo lector. Han pasado más de 70 días de confinamiento. Ya va siendo hora de asear el trono. Tres cosas he aprendido en la vida: el que rompe vidrio paga solo; el que tenga tienda, que la atienda; y el que hace popito, que lo limpie solito. No se sienta mal. Si el trabajo dignifica, limpiar los inodoros santifica, no a la esposa arisca, pero sí al marido manso (y menso).
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La próxima, el miércoles 17 de junio: “Odio que me regañe un desconocido en la calle… y más cuando tiene razón”.
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*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.
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