Los que estuvieron recluidos entre sus muros decían que era mucho mejor habitar en el infierno. En el año de 1936, el teniente coronel médico y doctor en microbiología japonés, Shirō Ishii, obtuvo el apoyo de su nación para crear un campo de concentración y de experimentación con humanos en la región conquistada a China de Manchuria.

Aquel lugar infame pasó a la historia con el nombre de Unidad 731. Se construyó utilizando con tapadera de que era un sitio destinado a la depuración de agua. Esa excusa se inventó para dar sustento a los grandes tanques que había en el centro. Pero los mismos jamás se diseñaron ni se utilizaron para tratar agua, si no para el cultivo de diferentes agentes propagadores de enfermedades como el ántrax, la peste bubónica, el tifus o el cólera. La Unidad 731 tenía 150 pabellones en algo más de seis kilómetros cuadrados. Hasta allí llegaron presos de las más diversas nacionalidades una vez comenzada la Segunda Guerra Mundial, muchos de ellos fueron norteamericanos.

En aquel campo de muerte se dedicaban entre 400 y 600 personas al año para experimentación científica. Los soldados los conocían por el nombre de “maruta” que significa “troncos”. Eran seleccionados hombres, mujeres y niños sanos para que resistieran mejor las enfermedades, todo con el fin de hacerle más tarde una vivisección en vivo, o expresado de manera coloquial se les descuartizaba vivos para que las muestras tuvieran mayor valor científico. A estos seres humanos se les contagiaba con ántrax, peste, cólera… para ver que órganos vitales se afectaban antes. Se les congelaban partes de su cuerpo para después ser amputadas, a la vez que les inyectaban fórmulas inventadas por los médicos para saber cuál resultaba más eficaz. A los presos se les sometía a deshidratación severa y se les intentaba reanimar con productos químicos. Todo esto para crear métodos con los que los soldados japoneses se hicieran casi invencibles, pudiendo aguantar días sin beber agua o soportando fríos muy extremos.

Pero esa, por decirlo de alguna manera, era la parte más amable de las investigaciones. Se modificaban genéticamente patógenos como los descritos y se les infectaba a ver cual de las mejoras artificiales podía causar más daño. Durante los años 1940 y 1941 se probaron diferentes bacterias y virus como armas de destrucción masiva sobre las poblaciones de Ningbo y Changde, causando al menos cuatrocientos mil muertos. No es un error, han leído bien la cifra.

Posiblemente los experimentos más terribles eran los que se hacía con niños y mujeres. A las chicas jóvenes seleccionadas se las violaba a diario hasta conseguir que quedaran embarazadas. Una vez en estado, eran infectadas con cualquier virus modificado genéticamente y se las asesinaba  mientras les sacaban el feto para su estudio. No se sabe el número exacto de mujeres que perecieron de esta manera. Tampoco sabemos la cifra de fallecidos en toda esta barbarie… porque este tipo de hechos se repitieron en otros campos de concentración japoneses en China, como los que había en Nankín o Guangdong.

Terminando la Segunda Guerra Mundial los soviéticos entraron en la región de Manchuria y muchos de los altos mandos japoneses escaparon como pudieron. Otros fueron atrapados por la URSS. Shiro Ishii repartió capsulas de cianuro a sus colaboradores y les indicó que había que tomárselas si eran capturados. Además les hizo jurar que guardarían silencio de por vida sobre lo que había sucedido allí.

Al año siguiente Isihii, el cerebro de la mayor experimentación con armas bacteriológicas que haya existido, fue capturado en Japón por tropas norteamericanas. El mismísimo general Douglas MacArthur intervino en el asunto, tapando los crímenes y pactando con el criminal médico una amnistía a cambio de todos sus secretos. El mismo MacArthur escribió al respecto: “La información será retenida en canales de inteligencia y no será empleada como evidencia de crímenes de guerra”.

El Tribunal de Crímenes de Guerra de Tokio no hizo caso a las acusaciones sobre los médicos japoneses que estuvieron en Machuria “por falta de pruebas”. Al contrario, los soviéticos condenaron a los que capturaron en los juicios de Jabarosk, celebrados en diciembre de 1949. Aunque tampoco sirvió de mucho pues fueron devueltos a Japón en 1956.

Shiro Isihii no pasó ni un solo día de su vida en la cárcel, muriendo a los sesenta y siete años de cáncer. Entregó todos sus investigaciones y avances en la guerra bacteriológica al ejército norteamericano ¿Que hicieron los servicios secretos de la mayor potencia del mundo con todos estos datos, y sus científicos militares? Queda dentro del terreno de la especulación.

Cuando uno lee, se documenta y ve las pocas imágenes que hay de lo sucedido, la emoción más afable que tiene es la de profundo asco. Por eso en estos días, que la gente habla de conspiraciones sobre la aparición del COVID 19, por supuesto los periodistas no podemos probar nada. Aunque con antecedentes como estos es normal que la opinión pública no se fíe de las grandes potencias del mundo. Políticos sin alma ya taparon crímenes atroces que costaron la vida a cientos de miles de personas. Que algo así se repita, y que tras la aparición del virus, se oculten intereses que desconocemos no me parece tan descabellado. Ahora les toca a ustedes sacar sus propias conclusiones.

Sígueme en Instagram como @JuanJesusVallejo y en Twitter como @juanjevallejo

Columnas anteriores

La infamia de las guerras del Opio

La maldición de los Templarios

Herbicidas asesinos para la guerra

*Las opiniones expresadas en este texto son responsabilidad exclusiva de su autor y no representan para nada la posición editorial de Pulzo.