Centenares de ojos escudriñaban la oscuridad del firmamento para contemplar la perturbadora belleza de la luna llena. El chamán encendía una enorme hoguera, para que la tribu no abandonara la luz que precede a las tinieblas. El viento era frío, y el silencio del bosque susurraba que aquella noche era distinta. Todos callaban mientras el druida, mirando al firmamento, entonaba cánticos incomprensibles, sólo inteligibles para los antiguos iniciados. En sus manos un bastón hecho con madera de un árbol sagrado, por su savia corría el espíritu más viejo del bosque. De repente el mago caía al suelo, sumergido en un trance que le llevaba hasta la frontera entre este y otro mundo. Un mundo que sólo en esta época del año se mezcla con el nuestro.

El reino de los muertos acababa de abrir sus puertas, y los presentes podían preguntar al chamán sobre como estaban sus seres queridos que habían fallecido. La charla con ellos era distendida, se les preguntaba por el futuro y se les pedía consejo. También se les daban mensajes de cariño. Por una sola noche, podíamos estrechar de nuevo la mano de nuestros seres queridos, para mantenerlos vivos por siempre en nuestro recuerdo.

Los días en que comenzaba el otoño en la vieja Europa, sucedía un fenómeno astronómico que inquietaba a sus habitantes. La oscuridad le ganaba en horas a la luz, a la vez que los árboles del bosque parecían perder vida arrojando al suelo sus hojas. Para ellos un mensaje divino que permitía un puente real con el mundo de los muertos. Los espíritus de los que se fueron se hacían presentes a través de viejas plegarias. Nobles, guerreros y campesinos sacaban los cráneos de sus ancestros y les rendían culto. Los que estaban curtidos en batalla, adornaban las colas de sus caballos con las cabezas momificadas de sus enemigos. Presumiendo así de sus gestas en la lucha.

Era la fiesta del Samhain. Todo el mundo celta, desde el norte de la Península Ibérica hasta los parajes boscosos de la fría Germania, se dedicaba en cuerpo y alma a escudriñar en el más allá. Guiados por sus chamanes, los druidas, se hacían ceremonias en claros del bosque, en montañas sagradas, o en templos de roca que con sus menhires invocaban el poder de antiguos dioses. Comenzaba un nuevo ciclo en el que nuestros ancestros podían acompañarnos.

Pasaron los siglos y se prohibieron las viejas tradiciones. A los chamanes se les llamó brujos, y se les mandó a la hoguera. Pero nadie pudo con el poder atávico del recuerdo. Lo que antaño fueron cabezas humanas se sustituyó por calabazas. La iglesia instauró por las mismas fechas ‘el día de todos los santos’.

Pasado otra vez los siglos, el imparable comercio de los EEUU promovió Halloween y esto que ahora dicen los niños de truco o trato. No voy a negar que para los menores es divertido, que los parques de atracciones y las tiendas de disfraces hacen buenos beneficios. Sin embargo, en noches frías y lluviosas como ésta, mientras escribo contemplando la luz de la hoguera, me acuerdo del espíritu de mis ancestros.

Añoro en mi alma estar no en mi salón, si no en el claro de un bosque mágico, contemplando las estrellas. Y allí, gracias al poder de prohibidos sortilegios, ser capaz de abrir con mis palabras, las puertas del reino de los muertos. Contemplar en las sombras de los árboles a mis seres queridos, y que ellos me susurren en el hálito del viento gélido, qué hacer con mi futuro.

Lo reconozco, respeto Halloween y me parece divertido, pero en verdad amo el Samhain y lo pretérito. Aquel tiempo en que los hombres podían hablar con los espíritus. Una época olvidada, que en esos días se hace presente, a través de los que amamos pronunciar antiguos sortilegios.

“Gum bi rioghachd nam marbh ann”, palabras gaélicas que significan: “Que se abra el reino de los muertos”.

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