Cuando estaba entusado le pedía a la Virgen, para que actuara de cupido y le hablara en idioma de mujer a aquella que no se dejaba conquistar (si convenció a José de que respondiera por el niño, calculen el poder de persuasión de María).

Pagaba todo a 136 cuotas y luego, cuando quedaba hasta el cuello, acudía a Jesús. Le recordaba que él también había sido joven y díscolo, porque de otra manera no se explica que hubiera estado perdido entre los 12 y los 30 años (si se ha manejado con tanto misterio lo que hizo en esos 18 años, por algo será).

Para casi todo acudía a ayuda divina: si quería cambiar de trabajo (o conseguir trabajo), si alguien estaba mal de salud, si tenía la ilusión de viajar o estudiar en el extranjero, si deseaba que la Selección Colombia clasificara a algo, si compraba el Baloto, si me salía un barro en la víspera de una reunión importante… “Dios mío, ayúdame”.

Mis padres me enseñaron que “mi Dios proveerá”. Por años los vi encomendarse ante cualquier incertidumbre, con diferentes variaciones de una misma idea: “Que sea lo que Dios quiera”, “que se haga la voluntad de Dios”, “los tiempos de Dios son perfectos”, “no se mueve la hoja de un árbol sin la voluntad de Dios”.

Algunas veces Dios ayudaba. Otras veces, no. Pero mis padres siempre confiaban en que la resolución de sus problemas, en últimas, estaba en manos de él. Era una manera de descargar la maleta de preocupaciones y ponerla en los hombros de otro para que ellos pudieran dormir ligeros de equipaje.

Un creyente no solo pone sus problemas en manos de Dios sino que se pone a sí mismo como carga en la espalda de él. La gente dice “encomiéndese a Dios” o “encomendémonos a Dios”. O sea, no solo le decimos “Dios, encárgate de este tema”, sino que también le decimos “Dios, encárgate de mí”.

Aprendí a creer de esa manera, a ser un recostado de Dios, y a “pedirle con mucha fe”. A agradecerle por aquello que salía bien, y a dormir más tranquilo cuando las cosas salían mal, porque “de mi Dios estará”.

¿Cómo decide el Divino Niño a qué equipo de fútbol apoyar?

Y a pesar de lo anterior, también recuerdo haber sido escéptico. Cuestionaba con cierta regularidad si era correcta esa relación con Dios, si estaba bien chuparle rueda de esa manera, “encomendándole” mi existencia y mi destino.

Me parecía tramposo, y poco ético, pedirle al cielo que desde allá convencieran a alguien de enamorarse de mí, porque era como usar ayuda divina para lavarle el cerebro a otra persona.

“Encomendar” las deudas tampoco me resultaba apropiado. No parecía justo que Jesús cuadrara mis finanzas y las de millones de personas que pedían lo mismo, diciendo “voy a sacar de aquí para ayudarle con estas tarjetas a Andrés, y de aquí saco para que Sofía pueda pagar los servicios públicos, y de este otro lado saco para que Santiago pueda pagar el semestre… ah, y de Odebrecht sale esto otro para que aquellos puedan pagar los afiches de la campaña presidencial”.

En un ejercicio de empatía, imaginen al Divino Niño oyendo las peticiones de los hinchas de fútbol de dos equipos, todos pidiendo que metan gol, que sus clubes ganen. Al final, sin saber qué hacer, a quién apoyar, cuál ruego escuchar, el Divino Niño terminaría diciendo: “¡Ah, qué confuso! Pues que sea lo que Dios quiera y ya”.

Un día miraba por la ventana un hermosísimo atardecer. La luz atravesaba algunas nubes a lo lejos e iluminaba celestialmente una porción de la ciudad. Mi primer impulso fue decir: “Gracias, Dios, por esta postal”. Recordé que algún amigo había publicado en Facebook la foto de un amanecer con el mensaje: “Las pinturas de Dios…” (sí, los creyentes suelen ser bendecidos, afortunados… y cursis). Pero acto seguido, en un momento de honestidad conmigo mismo, pensé: “Yo ya no me creo esto… Dios no existe”.

Llegué a esa conclusión en una época de vacas gordas. Todo me fluía muy bien. Pasaba por el momento de mayor tranquilidad en toda mi vida. Pocas cosas me preocupaban y tenía bastante tiempo libre. Tal vez eso, el exceso de tiempo libre, me dio la oportunidad de reflexionar sobre aquello que me habían enseñado a creer pero que ya no resonaba en mis convicciones.

Muy pronto supe que me iba a hacer mucha falta. Tenía tan interiorizado pedirle ayuda a Dios, para cada cosa, que de un momento a otro me sentí solo e indefenso.

 Antes era “bendecido y afortunado”, ahora solo soy afortunado

Cuando me enteré que iba a ser padre, sentí unas irresistibles ganas de invocar de urgencia una junta extraordinaria de la Santísima Trinidad para hacerle todo un listado de peticiones: que mi esposa sobrellevara bien todo el proceso, que el bebé naciera sano, que viniera con dos panes debajo del brazo (uno para el niño y otro para mí), que yo pudiera vivir de escribir para estar en casa el mayor tiempo posible y cuidar de mi hijo.

Pero no. Al declararme ateo había roto el contrato con Dios y, en consecuencia, ya no podía disfrutar de los servicios de un creyente. Es como cancelar la suscripción a internet: uno sabe que el wifi ya no se va a conectar a la red; uno puede poner lo que sea en la barra de búsqueda de Google, pero ya no encontrará respuestas.

Pues a mí ya no me era permitido ir a la cama y descargar mis responsabilidades en el cielo. Si antes decía “Dios mío, ayúdame” y dormía tan tranquilo porque lo dejaba a él resolviéndolo todo, ahora me quedaba mirando pa’l techo y pensando: “Depende de mí… aunque tampoco es tan así. De mí no depende la salud del bebé, ni la pericia de los médicos… Ay, Dios mío… ¡Oh , no! ¡No puedo ni decir “Dios mío!”.

Fueron varias las expresiones que tuve que cambiar. La de “Ay, Dios mío”, la cambié por “ah, jueputa vida”. La de “Dios, dame paciencia”, la cambié por “ah, vida hijueputa”. Ya no publico mensajes en redes sociales diciendo que soy “bendecido y afortunado”. Ahora solo digo que soy afortunado.

Es todavía más duro en las vacas flacas, en la enfermedad, en una crisis matrimonial o tras la pérdida de un ser querido. Es difícil vivir sin el consuelo de que alguien poderoso y extraterrenal tiene el control de la situación y está dispuesto a llevarnos de la mano.

Ser ateo no es un acto de rebeldía. Es simplemente otra creencia: la creencia de que Dios no existe. Conlleva algo más de responsabilidad, porque significa que somos los únicos dueños de nuestras acciones (no hay “mi Dios proveerá” que valga). También conlleva algo más de desesperanza, porque significa que no hay nadie afuera controlando el mundo a nuestro favor.

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La próxima, el miércoles 12 de diciembre: “Mi papá es un hipócrita”

 

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