Alex era el estilista con el que había soñado toda mi vida. Mis experiencias anteriores no habían sido las mejores. Hasta antes de conocerlo era incapaz de expresar mi inconformidad frente a un corte de pelo. El estilista ponía el espejo a un lado y a otro y yo asentía falsamente con la cabeza, como diciendo: “Sí… sí… bien… bien… sí… muy bien… sí”.

Mi esposa dice que es mal de hombres. Que nos quedamos callados a pesar de que no nos ha gustado el trabajo del peluquero. En efecto, una de las procesiones que llevamos por dentro es salir de la peluquería sintiendo que nos vemos tontos con el corte que acaban de hacernos. Pero no decimos nada, por miedo a herir sus sentimientos.

Ni siquiera nos retocamos el peinado final en frente de ellos. El peluquero se ha esforzado tanto con nuestro pelo, humedeciéndolo, afinándolo, secándolo y finalmente masajeándolo con alguna espuma para darle volumen, que a uno le da pena meterle la mano a semejante creación.

Con Alex era diferente. Él quería saber qué pensaba yo sobre los cortes que me hacía, de manera que con él podía expresar mis opiniones sin miedo. Podía ser yo mismo. No tenía que aparentar. Tanto así que en frente de Alex me terminaba de peinar, sin temor a herir sus sentimientos. Éramos cómplices.

Solo él logró dejarme con el mismo corte de Tom Cruise en ‘Misión Imposible 3’. Durante años llevé a diferentes peluqueros la foto del actor y nadie daba con el chiste. Alguno me rompió el corazón diciendo que el problema no era mi pelo sino mi cara. Ya lo perdoné. Pero, sobre todo, ya me perdoné a mí mismo por dejar que me lastimara así.

Pero entonces llegó aquel fatídico día. Una ventana de tiempo se abrió en mi agenda y llamé a la peluquería para preguntar si Alex estaría disponible. Me dijeron que sí. Estaba feliz (o sea, yo estaba feliz). Nos veríamos y cuando saliera de allí la gente en las calles me confundiría con Tom Cruise.

El problema es que a Alex no le dijeron que yo había llamado. Quiere decir que no me esperaba. Significa que se había comprometido, para esa hora, con alguien más. Nunca olvidaré su cara cuando llegué. “Don Andrés…”, me dijo horrorizado, con las manos en la masa, sosteniendo el pelo de una mujer. De solo recordarlo me dan náuseas.

“¡Cómo pudiste hacerme esto!”

—Teníamos cita a esta hora —dije entre indignado y desolado.

Alex hizo cara de confusión. Se acercó a la recepción y pareció tener una discusión con quien había tomado previamente mi llamada. Volvió.

—Qué pena con usted, don Andrés. Me acabo de enterar —explicó él, entre indignado y apenado.

La respuesta no me resultó suficiente. Para mí, Alex debía quitar, de inmediato, sus manos del pelo sucio de aquella mujer. Pero solo me atreví a hacer una cara de “¿Y entonces? ¿Qué hago? ¿Me quedo aquí mirando como un estúpido mientras usted peluquea a esa vieja?”.

El hombre en la recepción ofreció una solución: que me atendiera Manuel. Me aseguró que era muy bueno. Ese no era el punto, pero bueno, acepté. Solo tenía ese espacio para cortarme el pelo.

Para ser justos, Manuel fue amable y gentil desde el principio. Yo estaba tan histérico que ni me di cuenta de lo bien que se portó. Mientras él hacía su trabajo, me desahogué por chat con mi esposa, pasando de la furia a la tristeza: “Me siento como un culo”, le escribí casi entre lágrimas.

A la hora de pagar, Alex estaba ahí. Pude ver su cara de pena e incomodidad. Yo actué con resentimiento, con revanchismo, y le hablé al otro peluquero: “Nos vemos el próximo mes, Manuel. Quedé muy contento con su trabajo”.

No le dije nada a Alex. Se me habría quebrado la voz. Le habría lanzado golpecitos cortos en el pecho. Tal vez él me habría abrazado y yo le habría gritado: “¡Suéltame! ¡Te odio! ¡Cómo pudiste! ¡Suéltame!”.

La tragedia no acabó ahí. Manuel era muy atento, pero yo no me sentía igual. Me motiló varias veces y nunca volví a quedar como estrella de Hollywood. Sus cortes de pelo no me gustaban. Así de sencillo.

Pero, claro, yo tenía que disimular, como antes de conocer a Alex. Cuando Manuel me ponía el espejo para verme de perfil, yo pretendía que me gustaba el corte. Volví, como en otras épocas, a asentir falsamente con la cabeza: “Sí… sí… bien… bien… sí… muy bien… sí”. Otra vez dejé de ser yo.

Salía de la peluquería actuando con la mayor naturalidad posible. Todo sonrisas. “Muchas gracias, Manuel. Nos vemos el otro mes”, me despedía en voz alta para que Alex escuchara. Luego caminaba apresurado, incómodo con mi pelo, sintiendo que cargaba un peluche encima.

“¿Se peluqueó?”

Todo me picaba, pero nunca me rascaba ni me pasaba la mano por el pelo, temeroso de que Manuel estuviera mirando por la ventana. No quería herirlo. Y cuando tenía certeza de que nadie me veía, usaba el celular o el espejo de un carro o el baño de un centro comercial para confirmar el temor de siempre: no me había gustado el corte. Luego intentaba arreglar el desastre peinándome con la mano, echándome agua… Se veía peor. Ahora sí que parecía un tonto recién peluqueado.

Para darme moral, pensaba que no era tan malo. Que nadie se fijaba en si habían cortado un poquito más o un poquito menos. Que me estaba armando un video. Pero entonces llegaba a la oficina y el primero que me encontraba me miraba la cabeza como si tuviera un peluquín encima y preguntaba con cara extraña: “¿Se peluqueó?”.

Era peor cuando mi esposa preguntaba lo mismo, pero sin verme a los ojos, como cuando se habla de un asunto difícil o tabú, tocando el tema por los laditos mientras alguno lava la loza: “¿Vamos a volver a terapia de pareja?… ¿Has vuelto a hablar con tu exnovia?… ¿Sigues peleado con tu mamá?… ¿Te cortaste el pelo?”. Lo que uno más desea en esos momentos es que llegue el otro día, para bañarse y darle forma al corte desde cero, aunque no mejore demasiado.

También es cierto que tres o cuatro semanas después, de repente, algo pasaba una mañana cualquiera y me encontraba en el espejo con una cabellera de película. Para estar seguro le preguntaba a mi esposa. “Afirmativo”, decía ella. Pero el efecto solo duraba unas 48 horas, como un cometa que brilla de paso y tarda años en volver. Pasado ese periodo de gracia, el pelo ya estaba largo y cambiaba de “difícil de entender” a “inmanejable”. Había que regresar al salón de belleza.

Un día cualquiera, así, de la nada, pedí cita con Alex. Tal vez fue la nostalgia. Tal vez fue el sentido común. Tal vez, simplemente, dejé la pendejada. Eso sí, estaba nervioso (o sea, yo estaba nervioso). Entre otras cosas, tenía miedo de encontrarme a Manuel y lastimar sus sentimientos. En efecto, cuando llegué, fue al primero que vi, y él fue el primero en verme.

Le chateé de inmediato a mi esposa: “Estoy en la peluquería. La cita la hice con Alex, pero Manuel estaba en toda la entrada. Intercambiamos miradas tristes y un frío saludo. Me quiero morir (emoticón del miquito que se tapa los ojos)”.  Ella no tardó en responder: “JAJAJAJAJA”.

Ahora le escribo directamente a Alex para evitar malentendidos con quien toma los mensajes. Creo que todo ha sido para bien. No me arrepiento. Volví a ser yo mismo. Volví a ser Tom Cruise.

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Encuentre esta columna de @agomoso cada 15 días. La próxima, el miércoles 28 de noviembre: ‘Ser ateo es difícil en las vacas flacas’

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